El manglar y el canario

10 Diciembre, 2018

Por PAUL BRITO*

Mi padre llegó a América pensando que el mundo era redondo, redondo como un balón de fútbol. Tenía 19 años cuando zarpó de las Islas Canarias, su tierra natal. Como el Descubridor, viajó en un navío llamado Santa María, un trasatlántico portugués que más tarde se volvió célebre al ser secuestrado por el rebelde Henrique Galvao como protesta por la dictadura de Salazar en Portugal.

Luego de un largo periplo por Venezuela y Colombia, mi padre me sentaba en sus piernas y, como todo un cronista de Indias, me refería su máxima epopeya. Lo hacía con el rostro encendido por la emoción y la mirada extraviada en el pasado. A mí también me emocionaba aquella historia, aunque ya me la supiera de memoria. Fue en 1969, el año en que el hombre llegó a la luna y en que mi padre tocó el cielo.

En esa época los equipos colombianos de fútbol solo podían inscribir a cuatro extranjeros, pero metían a otros en nómina y los tenían comiendo banca. Allí tenían sentado a mi papá. El técnico argentino Ángel Perucca ingresaba en la cancha a sus paisanos: Guillermo Reynoso, Pedro Somma, Dardo Migone Curia y, el más importante, Hugo Horacio Lóndero, que fue el goleador de ese y de otros años.

Ese día jugaban contra Millonarios en Bogotá. América no había ganado ni una estrella, mientras que Millonarios ya tenía nueve y una reputación de leyenda. Su arquero era el chocoano Senén Mosquera, uno de los mejores que ha dado el fútbol colombiano, campeón varias veces con Millonarios.

Fue entonces cuando mi papá cometió una travesura, de la que nunca se arrepintió: consiguió un purgante potente y, cuando iba siendo hora del almuerzo, llegó más temprano al comedor y le echó el contenido a la sopa de Pedro Somma. Lo revolvió bien en el plato y limpió la cuchara.

Una hora antes del partido, Somma estaba anclado en el baño.

Perucca llamó a mi papá:

—Canario, prepárate que vas a jugar.

—¿Y eso? —se hizo el loco.

—Somma tiene los ojos en el culo y el culo en los ojos —contaba mi padre remedando el acento de los argentinos.

Los estadios en Venezuela jamás se llenaban. Al llegar al Campín repleto sintió el corazón chiquito. Se acordó cuando vivía en Tazacorte (La Palma de Gran Canaria) y se volaba de clases para jugar fútbol. Los años transcurridos desde entonces le parecieron una preparación para ese partido. Estaba a punto de cumplir 35 años y ya no le quedaba mucho tiempo de juego.

Sonó el silbato y el balón comenzó a rodar. Eran tantas las ganas de meter el balón que mi padre no daba pie con bola. Cuando atinaba a pegarle, salía desviado. Miraba hacia la banca y veía a Perucca agitando las manos y soltando madrazos. En una de esas vio calentando a un suplente y pensó: “Es ahora o nunca”.

En un contragolpe le enviaron un pase largo y se echó a correr como un loco. Cuando alcanzó el balón, se detuvo, dribló a un defensa y, aprovechando que el portero estaba adelantado, pateó con el alma en los pies. El tiro no salió desviado, pero se estrelló contra el travesaño.

Perucca lo amenazó en el intermedio: “Canario, si no concretás en los primeros quince minutos del segundo tiempo, te mando a volar”.

Entonces vino el gol, pero del otro equipo. Ya estaba resignado a que lo sacaran, pero por alguna razón Perucca lo dejó seguir. Faltando nueve minutos para que terminara el partido, el árbitro pitó un córner a favor del América. Reynoso cobró. El balón se levantó majestuoso en el cielo. Mi papá se elevó por encima de todo lo demás: el público en contra, los minutos que quedaban, el óxido acumulado en sus piernas, los jugadores del Millos (más altos que él) y, ¡paf!, le dio un frentazo tremendo al balón. Senén Mosquera quedó en el suelo y la pelota en la red. Tanta fue el hambre de gol que después de cabecear, papá se estrelló contra el palo y se fracturó la clavícula. Volvió a la banca lesionado.

Después de aquella fractura pasó un tiempo sin jugar antes de recuperarse. Cuando por fin lo logró, después de un arduo ciclo de terapias, Perucca lo despachó sin contemplaciones:

—Canario, se te acabó el fútbol, es mejor que te dediques a otra cosa.

 

Radiografía de las alas

La anécdota de ese gol contra Millos fue perdiendo fuerza con el tiempo. En la adolescencia comencé a creer que había sido un invento suyo (uno de los tantos que cuentan los padres a sus hijos), pero hace unos meses, cinco años después de que papá muriera, un amigo del barrio me contó que en un programa radial de Caracol, El pulso del fútbol, habían mencionado al Canario Brito: recordaron el gol que le había metido a Senén Mosquera...

Indagué más. Busqué su nombre en una historia del fútbol colombiano, pero no estaba por ningún lado. No me sorprendió: mi padre había sido un fantasma detrás de los cuatro argentinos del América. Sus nombres sí estaban, también el de Senén Mosquera como portero del Millonarios y el de Perucca como técnico del América, pero no concordaba lo más importante: el supuesto empate entre Millonarios y América en el Campín. Según el libro, el único partido empatado a un gol entre estos dos equipos, durante 1969 e incluso 1970, fue en Cali.

Contacté al autor del libro, Guillermo Ruiz, historiador de fútbol. Revisó sus archivos: varios Brito habían jugado en Colombia, pero ninguno era mi papá. El América le había ganado a Millonarios en Bogotá varias veces, pero en ninguno de esos partidos mi viejo estaba registrado como autor de gol, ni siquiera aparecía en las alineaciones titulares.

Había pensado durante años que aquella anécdota era un invento y ahora quería aferrarme a que fuese cierta. Tiene que haber un error, me decía. Revisé pacientemente decenas de periódicos en la hemeroteca de la biblioteca Luis Ángel Arango de Bogotá: en ninguno de los recuentos de esos partidos en el Campín mencionaban a mi papá. Llamé a mi amigo, el oyente de El pulso del fútbol, y al confrontarlo con la información que había recogido, se retractó. Afirmó que nunca me había dicho que en ese programa habían nombrado a mi papá, sino a Senén Mosquera, y que al escuchar el nombre del portero se había acordado de la vieja anécdota de mi padre.

 

El tiempo de descuento

Cuando papá murió, yo vivía en Barcelona y no pude viajar al funeral. La noticia de su muerte me encontró a solas con mi hijo. Lo llevé en un bus hasta su casa para no asustarlo con mi llanto. En el camino sentí que debía escribir algo sobre mi padre para estar de alguna forma más cerca de él. Dejé a Juan Sebastián con su mamá y me encerré a escribir. Mientras lo hacía, aún sentía a mi padre vivo, en mi hombro, como un canarito cantándome al oído. Solo cuando puse el punto final, ayudado por un poema de mi hijo, sentí que papá desplegaba sus alas y terminaba de irse. El poema de Juanse decía: “En el horizonte/ las aves volando y creciendo/ ¿Por qué volarán?/ Porque se hacen realidad”.

Antes de caer en un coma irreversible, papá casi no podía moverse. Toda la presión de la sangre se le había agolpado en la cabeza. Aun así, hacía un esfuerzo enorme por levantar la mano para peinarse. Siempre se preocupó por verse bien. Su paso por el baño era todo un ritual. Cada día se afeitaba con esmero y se esculpía el bigote. Después de bañarse, usaba dos espejos para peinarse por detrás y se teñía cada tres días las sienes y el bigote. Como tenía el cabello muy lacio y la brisa siempre lo despeinaba, dedicaba una mano exclusivamente a peinarse. A punto de morir cerebralmente, su mano no daba para levantarse; se quedaba temblando en el aire como un ala rota. Mi mamá le ponía el copete de pavo real en su sitio y lo calmaba diciéndole al oído: “Tranquilo, Brito, ya te dejé bien peinadito”.

Tenía cirrosis hepática. Cada cierto tiempo le daban hemorragias esofágicas que lo dejaban al borde de la muerte. En ninguna de esas crisis los médicos le dieron esperanzas. Él parecía desoírlos y seguía vivo como si nada. Dejaba el alcohol por un tiempo y luego recaía. Una vez llamaron a casa para informarnos que había muerto. Yo no tenía dinero para tomar un taxi, así que duré casi una hora llorando en un bus entre pasajeros que me miraban con lástima y desconcierto. En el hospital, una tía me informó que todo había sido un error, una confusión de apellidos. Pensaba que era la forma que tenía ella de calmarme. “Ya sé que murió, no tienes que decirme mentiras”, le dije. Cuando me convenció de que en realidad había sido un error administrativo, me sumí en una calma que no duró mucho, pues mamá aprovechó ese momento para enfatizar: “Pero no te ilusiones mucho, porque el médico dijo que de esta noche no pasa”.

A la mañana siguiente lo encontré como de costumbre bromeando, peinándose el copete y coqueteándole a una enfermera. “Pareces una droguería —le decía mirándola de pies a cabeza con sus intensos ojos azules—: tienes de todo”.

Vivió cinco años más y sobrevivió a otras cinco hemorragias.

 

El vuelo de un canario

Mi padre llegó a América huyéndole a un servicio militar severo que debía prestar en África en plena dictadura de Franco. Pero, sobre todo, le huía a un padre aún más estricto que le prohibía jugar fútbol, lo obligaba a estudiar veterinaria y lo hacía trabajar de sol a sol en la granja familiar.

El camino del pueblo a la finca era un declive. Desde arriba se veían los otros ranchos. Mi padre me contaba que bajaba cantando desde muy temprano y que era el único momento del día en que se sentía libre. Cantaba tan bien y con tanta alegría que los campesinos se detenían a escucharlo. Su padre, que había sido boxeador amateur (en el pueblo le decían el Mosquito por sus piernas largas y su manera de golpear y alejarse), lo encontró una vez fumando en la plaza y le hizo tragar el cigarrillo enfrente de sus amigos. Pero el golpe definitivo que lo alejó del nido fue la vez que lo sacó por las orejas en pleno partido de fútbol para que siguiera trabajando en la granja.

Llegó a Venezuela por el Puerto de La Guaira y comenzó vendiendo seguros en Caracas. Trabajó con un tío en San Carlos y se integró al club Canarias de esa ciudad, donde llegó a ser capitán y goleador. Se paseaba de noche con la luz interna de su carro encendida y bañado en una colonia marca Kent. Le decían el Pavito Brito. Lo reconocían a una cuadra de distancia por el intenso aroma que desprendía. En la playa caminaba hacia atrás para que la brisa no le despeinara el copete.

Montó una agencia de carros usados, Brito Motors. Le estaba yendo bien, hasta que Rafael Caldera subió al poder y nuevas leyes afectaron su negocio. Sin nada que perder, mi padre remató la agencia y decidió probar suerte en Colombia. Viajó en el último carro que le quedaba: un Ford azul descapotable. Como no lo dejaban transitar en Colombia sin un permiso especial, vendió el vehículo a un senador que nunca le pagó. Mi papá le partió la cara y lo metieron preso. Tuvo que firmar un papel de renuncia al carro para que lo soltaran.

Corría el año 1969. Un equipo canario de Venezuela, la Unión Deportiva Canarias de Caracas, que no tenía nada que ver con el club Canarias de San Carlos, había venido a Colombia a jugar la Copa Libertadores de América. Se enfrentó al Unión Magdalena y al Deportivo Cali en fechas que papá se sabía de memoria. Era la primera vez que un equipo venezolano de origen canario ganaba el campeonato de fútbol en Venezuela. Al parecer mi padre aprovechó que los nombres de los equipos se parecían y usó eso como carta de presentación para cumplir su sueño de jugar fútbol profesional.

Las raíces del manglar

Mi viejo se cortaba la uña del dedo gordo del pie con una tijera industrial. En vez de uña parecía la raíz de un mangle. Tantos años aporreando un balón le habían dejado esa monstruosa secuela: todos los zapatos se le rompían en la punta.

Cuando intento imaginar a mi padre colgando los guayos, lo veo con esas uñas arraigadas al suelo tratando de volar de nuevo. Todos sus esfuerzos se dirigieron a ser entrenador. Comenzó dando clases en colegios y universidades, luego le salió un trabajo como director técnico en un equipo de segunda división: el Racing de Armero, la misma ciudad que años después quedaría hundida en el lodo. Le fue mejor de lo que esperaba: fueron campeones invictos en el norte del Tolima. Heredado de mi madre, conservo un recorte de periódico que se titula: “De España a perderse en Armero”. Por suerte, aquellas palabras aún no tenían el sentido macabro que tendrían tantos titulares luego y que anunciaban de cierta forma la suerte que correrían muchos amigos de papá.

Después de esa experiencia, recibió una carta que también conservo entre los papeles que dejó mi mamá. El Deportivo Pereira requería sus servicios como preparador físico. El club contaba con figuras de la talla de Jorge Ramón La Fiera Cáceres, que fue el goleador del torneo de ese año. Por las manos de mi papá pasaron jugadores de las divisiones inferiores que más tarde pisaron fuerte en la historia del fútbol colombiano: Henry Viáfara, los hermanos Aguirre, Nelson Charris, Juan Muentes y Amanías Portocarrero, además de varios jugadores de la Costa que él llamó y alentó, como el barranquillero Gilberto Cabrera y el samario Orlando Rivas.

Al equipo, sin embargo, no le fue bien. Al final del año no le renovaron el contra al técnico Pancho Villegas a renunciar. Mi papá renunció en solidaridad. Villegas tenía otras ofertas en equipos nacionales, pero la más importante era la de un equipo en México. Si se concretaba, el argentino volvería a llamar a mi padre como asesor y preparador físico. Por fin, mi viejo iba a dar el gran salto. Pero cuando todo estaba por concretarse, Villegas sufrió un ataque cardíaco y murió en México. Papá lamentó mucho esa muerte y quizá nunca se recuperó del todo de ese golpe del destino.

Comenzó a beber más de la cuenta. Se volvía belicoso cuando regresaba de las fiestas en las que hacía un momento había sido el alma, el cantante y hasta el cocinero estrella. Desfogaba su rabia peleando con taxistas o con cualquier persona que lo mirara mal. Su arma principal era el cabezazo. Tenía unas cicatrices cuadradas en la frente a causa de dientes que se quedaban alojados allí. En uno de los brazos tenía una cicatriz tremenda, de una vez que había peleado con un cocinero. Tenía más de la mitad de los nudillos hundidos y varias falanges rotas.

Para esa época, por sugerencia de mi mamá, probó suerte como comentarista deportivo en la radio y su vida tomó un nuevo aire: se volvió muy popular en la ciudad. Su programa Consultorio Deportivo en la emisora ABC de Todelar era uno de los más escuchados. Trabajó también en RCN y Radio Libertad. Lo reconocían en la calle por sus ojos azules y el copete de pavo real que se peinaba rítmicamente como si estuviera volando.

 

Un nuevo aleteo

Mi padre sintió que debía darle un nuevo impulso a su vida. A punto de cumplir cincuenta años, decidió probar suerte en su tierra. Aspiraba a otra oportunidad como director técnico, que era lo que siempre había deseado. Solo conduciendo un balón, sentía que podía retomar el control de su vida.

Pero fue entonces cuando cometió su peor error. Aceptó llevarle una encomienda a un amigo español sin revisar lo que esta contenía. Apenas llegó al aeropuerto de Madrid, lo apresaron. Su familia española hizo hasta lo imposible para que por lo menos lo trasladaran a una cárcel en las Islas Canarias. Mientras tanto, tuvo que pasar dos años en una prisión de Madrid. Lo ubicaron en un pabellón con presos no peligrosos. Allí, de todas formas, se deprimía mucho. Le daba vergüenza que sus hijos se enteraran dónde estaba; le pidió a mi madre que por nada del mundo nos lo dijera. Yo me enteré muchos años después y aprendí que las mayores sorpresas no provienen del futuro sino del pasado.

Una Navidad estuvo a punto de suicidarse, pero recibió la noticia de su traslado y eso lo alentó un poco. Ya en las Islas Canarias un abogado logró su libertad condicional; debía ir a firmar todos los domingos. Entretanto aspiró a la dirección técnica de la Unión Deportiva Las Palmas, el equipo de su infancia, pero la propuesta no cuajó. También estuvo a punto de concretar la transferencia del Didí Valderrama y así comenzar una carrera como mánager deportivo, pero el presidente de la Dimayor de ese entonces, Alfonso Senior, estropeó la contratación al deslucir al jugador y recomendar a otros.

Sin haber acabado su periodo de libertad condicional, se largó para Venezuela. Se quedó un tiempo viviendo con su hija y sus nietos venezolanos. Trabajó en la radio de ese país comentando el Mundial de Italia. Regresó a Colombia gordo, cansado y malhumorado.

Una noche escuchamos unos ruidos y nos levantamos. Encontramos la sala desordenada, los muebles llenos de mierda y a mi papá diciendo incoherencias. Ese lapsus de delirium tremens fue el inicio de otros síntomas: se le puso la piel amarilla y comenzaron a darle aquellas terribles hemorragias esofágicas.

El canto final

Mi papá nunca se resignó a su suerte. Aquellas hemorragias se podían curar con una curita en el esófago, decía. Allí en el hospital vomitando sangre, seguía afirmando que se sentía como un campeón. Siempre quiso más y por eso apuntó más alto de lo que podía volar. Construyó un mito sobre sí mismo y vivió toda su vida tratando de llenar unos guayos gigantes.

Pensar en su vida me obliga a cuestionar mi propia relación con el éxito y el fracaso. ¿Cuál es la imagen que le quiero dejar a mis hijos? ¿Qué es el éxito? Desde las dos primeras letras, la palabra “éxito” alude a algo que está afuera. Si el éxito se proyecta como un traje ostentoso como los que exponen en una vitrina, se trata de un triunfo vacío. Pero si es una imagen concreta de nosotros mismos cuando el trabajo, el talento y la dedicación se rebosan de nuestras obras hasta hacerse visibles, entonces hablamos del éxito auténtico. Esa plenitud interior tiene mucho que ver con la imagen que hemos interiorizado de nuestros padres. El éxito sobreviene cuando rompemos la cadena de frustraciones, límites y vicios que heredamos de ellos y cuando, al mismo tiempo, logramos prolongar sus virtudes, logros y momentos épicos.

Aquella anécdota del gol contra Millonarios me llenó de ímpetu cuando era niño y me ayudó a superarme. Fue como una clave para superar los obstáculos. Sin embargo, el recuerdo más valioso que guardo de él no es esa historia, sino una más modesta que vivió en sus últimos días y de la que ni siquiera se ufanó. Cuando yo pensaba que su vida ya estaba saldada y decidida por sus triunfos y errores, volvió a sorprenderme: me demostró que la gloria es algo más que un saldo de éxitos y fracasos, me enseñó que se puede alcanzar en el último momento de la vida, en los últimos minutos de un partido; quizá fue eso lo que siempre quiso decirme con aquella historia sobre un gol que probablemente nunca anotó.

En las treguas que le daban el alcoholismo y la cirrosis, el Canario organizó una escuela de fútbol en el barrio. Una anónima escuelita en la Urbanización La Playa, un suburbio de Barranquilla. Dividió a los muchachos en dos categorías de edades distintas y los preparó como si fueran para un Mundial. Parecía estar afinando las cuerdas de un arpa antes de un concierto. Cuando los tuvo listos, salió a desafiar a cuanta escuela de fútbol y equipo de colegio y universidad se le atravesara.

Les ganaron a la escuela de Gabriel Berdugo y a la del Toto Rubio, que son escuelas de fútbol ya consolidadas. Les ganaron a equipos de colegios, como el Biffi, el Americano y el Alemán, a las universidades San Martín y la Autónoma del Caribe, incluso a las reservas del Junior. Tuvieron una larga racha ganadora que se extendió por más de un año hasta justo antes de morir.

Esto no está registrado en ningún libro ni lo dicen las estadísticas de Guillermo Ruíz, pero está en el corazón de cada uno de esos muchachos, y en el mío, que vuelvo a ser un niño emocionado en las piernas del Canario. 


 

* Escritor colombiano. Ha publicado cinco libros de narrativa. Textos suyos han sido traducidos al inglés, portugués, italiano, alemán y bengalí.  Colabora en medios colombianos como El Malpensante, El Tiempo, Semana y El Heraldo, y en publicaciones españolas como Clarín. Es editor de la revista colombiana Actual.