El Che

26 Marzo, 2019

Por JOHN STANTON*

De rebelde en busca de una causa por la cual vivir y morir, a héroe y teórico de una revolución que lo devoraría.

 

            La escena: el sobrio despacho de caoba y paredes blancas del jefe de la fortaleza de La Cabaña, en La Habana. Los actores: el comandante Ernesto Guevara y uno de sus amigos argentinos. La fecha: a principios de 1959.

            -Quiero ver un fusilamiento- espeta el visitante a Guevara, quien explica las razones para aplicar la “justicia popular” a los enemigos del nuevo régimen.

            -¿Para qué? –replica Guevara-.

            -Me interesa ver cómo enfrenta la muerte uno de los famosos torturadores del pueblo.

            Guevara pregunta:

           

            -¿Querés de verdad ver un fusilamiento?

           

            -Sí, debe ser interesante como experiencia. Y no me falta el valor suficiente para verlo.

            Con gesto disuasivo, Guevara revela:

            -Mirá, flojo, no lo hagas. La ejecución produce una terrible emoción, que lo deja a uno profundamente marcado. Por tu propio bien, no quieras presenciar un fusilamiento: es una experiencia espantosa.

            Minutos más tarde, dos soldados melenudos conducen a su presencia a un prisionero que había pretendido fugarse. Guevara levanta la vista de un legajo que revisa cuidadosamente. Oye a los hombres. Cuando termina de hablar ordena con manifiesta indiferencia:

            -Llévenselo de aquí mándenlo al paredón.

            Dice el amigo a quien Guevara había disuadido de su propósito de presenciar un fusilamiento:

            -Pensé por un momento que estaba ante Robespierre. Me pareció completamente transformado. Siempre lo había tenido como un hombre idealista y apasionado que se esforzaba por dominar sus emociones. Sabía que sentía sincera compasión por los sufridos. Ahora, sin embargo, parecía duro, frío, implacable. Por esos días, curiosamente, no sufría ataques de asmas. Era otro hombre.

            El Che no era más el rebelde errante que un día abandonó Buenos Aires en un tren lechero. En la Sierra Maestra había hallado una razón para vivir y morir. La Revolución –con R mayúscula como él solía escribirla- sublimaba los sentimientos contradictorios “del poeta fracasado que llevó dentro”, como confesó en una carta al escritor español León Felipe.

            Las experiencias de la guerra de guerrillas habían traumatizado su espíritu. Al desembarcar en Cuba, llegó a pensar “en la mejor manera de morir en ese minuto en que parecía todo perdido”. En el fragor de los combates vio caer a camaradas entrañables, cuyos nombres y virtudes apuntaba con devoción en su diario de campaña. Volvió a ver las miserias de los campesinos que “en la Sierra brotan silvestres y se desgastan rápidamente, en un trajín sin recompensa”.

            Decía en un recuento de aquellas primeras experiencias en Cuba:

            “Allí… empezaba a hacerse carne en nosotros la conciencia de la necesidad de un cambio en la vida del pueblo. La idea de la reforma agraria se hizo nítida y comunión con el pueblo dejó de ser teoría, para convertirse en parte definitiva de nuestro ser.

            “… En lo que a mí respecta, aquellas consultas (médicas) de los guajiros convirtieron la decisión espontánea y algo lírica en una fuerza de distinto valor y más serena. Nunca han sospechado aquellos sufridos pobladores de la Sierra Maestra el papel que desempeñaron como forjadores de nuestra ideología revolucionaria”.

            El Che que entraba victorioso en La Habana era el revolucionario pleno que Bakunin describía: “…absorbido por un interés exclusivo, un pensamiento único, una pasión única, la revolución”. Como un Robespierre reencarnado en el trópico, asumió la tarea de velar por la pureza del dogma revolucionario. El paredón se convirtió en su expresión de poder. Había que “utilizarlo a tiempo”, pues para él la revolución no podía hacerse con agua de rosas. Y así, como exponente de su personalidad contradictoria, tenía como jefe de seguridad de La Cabaña a un ex presidiario norteamericano, Herman Marks, encargado de dar el “tiro de gracia” a los fusilados. Este individuo, para justificar su labor, dijo: “¿quién se atreve a decirle que no al Che?”

            Guevara creía en la necesidad del cautiverio social para curar los males que aquejaban a la sociedad cubana. El paredón no sólo simbolizaba el escarmiento sino que era un recurso para preservar la moral revolucionaria. “El guerrillero –decía- debe ser un asceta”. Ya a su paso por Las Villas, en los últimos días de la guerra revolucionaria, dictó un bando que prohibía la venta de billetes de lotería y cerraba los bares. En La Habana se opuso a la reapertura de los casinos de juego que funcionaban en los hoteles para atraer a los turistas norteamericanos. Y en su celo moralizador pretendió crear una nueva figura jurídica –el delito de corrupción de la moral pública- para condenar a muerte a un europeo que manejaba un teatrillo de obscenidades en La Habana.

            “El funcionario público revolucionario –dijo un día- debe estar animado por un espíritu de vida casi monástica”. Él, por su parte, predicaba con el ejemplo. En su claustro tras los muros coloniales de La Cabaña, trabajaba hasta 18 horas diarias. Parecía decidido a no participar en la fiesta revolucionaria que Castro amenizaba con su incontenible oratoria. Los Cadillac y los Mercedes secuestrados a los personajes del régimen depuesto eran para otros jefes revolucionarios; él prefería un modesto Ford negro. Cuando un periodista dio con intención la noticia de que el Che se mudaba a una playa exclusiva situada al este de la bahía habanera para reponerse de una crisis asmática Guevara mandó una nota llena de indignación a un diario oficial: “Vi en la revista Carteles… una nota que me ha interesado, por insinuar algo sobre mi postura revolucionaria… aclaro que estoy enfermo, que mi enfermedad no la contraje en garitos ni trasnochando en cabarets, sino trabajando más de lo que mi organismo podía resistir. Los médicos me recomendaron una casa en un lugar apartado… El hecho de ser la casa de un antiguo batistiano hace que sea lujosa; elegí la más sencilla, pero de todas maneras es un insulto a la sensibilidad popular… Prometo… que la abandonaré cuando esté repuesto”.

            Contábase en los primeros meses de la Revolución Cubana que, en una reunión, Castro planteó la necesidad de un economista revolucionario. El Che levantó la mano y el máximo Líder no tardó en escogerlo. Pero luego, en privado le preguntó:

            -Che, ¿de cuándo acá tú eres economista?

            -¿Economista? ¡Bah! Yo entendía que solicitabas un “comunista”.

            La festiva historieta no deja de reflejar el dilema que Castro enfrentó a poco de llegar al poder. Los tecnócratas con quienes había formado el Gobierno concebían la revolución como una reforma evolutiva que tendría su culminación en elecciones. Castro pronto comprendió que para hacer la revolución profunda a que él aspiraba necesitaba de nuevos hombres. No exigía más que una ilimitada lealtad a la revolución y a su persona. Hubo asombro y se tuvo una sensación de ridículo cuando se anunció el nombramiento de Guevara como presidente del Banco Nacional de Cuba. El Che no sabía nada de bancos ni de economía, pero en Cuba no había banqueros o economistas socialistas, ni siquiera en el viejo partido comunista, para hacer una revolución.

            Castro tenía confianza en el Che. En la Sierra Maestra, Guevara había probado su competencia, tacto y discreción. Cuando los guerrilleros necesitaron granadas, el Che levantó una armería. Cuando faltó pan, el Che construyó los hornos para producirlo. Cuando hizo falta un hospital o una escuela, el Che se aprestó a organizarlos. Hizo las veces de médico “sacamuelas” y adoctrinador político. La intrepidez de su “batallón suicida” forjó su leyenda como guerrillero. Y cuando de ordenó dar la batalla en Santa Clara, donde la dictadura de Batista recibió el golpe de muerte, la misión se encomendó a Guevara.

            Pero, quizás desde que se conocieron en México, el Che comprendió que Castro era un ególatra con la cabeza llena de ideas confusas, incapaz de aceptar la crítica. En un poema, Rapsodia a Fidel, poco antes de partir de México, lo llamó “ardiente profeta de la aurora”. Ya en Cuba, nunca pretendió disputarle el foco de la publicidad. Casi nunca accedía a hablar en público o a conceder entrevistas importantes si Castro no las sugería. Más que virtud, la reserva de Guevara era una táctica para mantener buenas relaciones con el Máximo Líder, que decía todo lo que había que decir.

            Con su cautelosa discreción, el Che se convirtió en el lugarteniente leal, subordinado y eficiente, con fama de hacedor, que no discrepaba, sino que coincidía con el jefe infalible. En privado, ofrecía consignas y sugerencias que servían de fondo teórico a la retórica revolucionaria. Los crecientes poderes de Guevara provenían de una delegación personal de Castro quien, celoso de su autoridad indiscutible, no permitía ninguna extralimitación. Así, un día, en vísperas de la instalación del Instituto Nacional de la Reforma Agraria y ante un auditorio de ministros, jefes rebeldes y periodistas, Castro interrumpió al Che, que se había desatado con un discurso dogmático, con esta advertencia: “Mira, Che, vete quitándote de la cabeza que vas a dirigir el INRA. El presidente del INRA soy yo”.

            Cuando Guevara asumió la discreción del Banco Nacional, Castro justificó su designación con dialéctica de guerrillero: “Al Che siempre se le confiaron las tareas más difíciles de la guerra. Ahora, en la paz, lo llamamos para librar la más ardua de las batallas: la batalla de las divisas extranjeras”. El Che, con su habitual parquedad, respondió: “Es una orden de Fidel, y me comprometo a desempeñar este cargo hasta que él disponga otra cosa”. No tardó en admitir que no era economista y sólo “había hecho lecturas sobre el tema”.

            Pese a ser hombre de pensamiento y teorías complejas, por una peculiar característica de su intrincada personalidad, el Che emprendió la socialización de la economía cubana con una lógica simplista. La estatización de la industria privada se hizo de un plumazo. Para ganar la “batalla de las divisas” dejó de pagar cuentas; para afrontar los gastos de la revolución imprimió más papel moneda, que rubricó con un Che, seco y arrogante como la N de Napoleón en los días del Imperio, o la F de Franco en los partes de la Guerra Civil Española.

            Con promesa de préstamos traída de la Unión Soviética y la Europa Oriental, Guevara se proponía hacer el milagro de la industrialización socialista. Empero, las premisas de su silogismo teórico parecían adolecer de una pavorosa ingenuidad: Cuba –decía él- no puede depender del monocultivo azucarero que proporcionaba las divisas para sus importaciones; había que establecer una industria que permitiera subsistir importaciones: por tanto, debíanse importar fábricas capaces de producir artículos que hasta entonces el país importaba. Hizo una lista de productos importados y empezó a adquirir fábricas, pero, como confesó después. “no pensamos en que la materia prima tendríamos que importarla”.

            Así nació “la industrialización acelerada”.

            “Era exactamente el mismo Guevara que había dejado cinco años antes –dice Ricardo Rojo en un pasaje de su libro Mi amigo el Che, en que describe al hombre que reencontró en 1961-. Lo único distinto en él era la reciedumbre de su personalidad… Despuntaba el espíritu metódico y enérgico, capaz de trabajar sin descanso… El universo cultural del europeo se apartó de él en todo aquello que no servía a la liberación del latinoamericano mestizo, indio, negro o blanco”.

            Así surgía el otro hombre: el Guevara teórico.

            “No hay movimiento revolucionario –había advertido Lenin- sin teoría revolucionaria”. Y el Che, en el apogeo de su poder en Cuba, decidió formular la teoría de la Revolución que hasta entonces descansaba en unas ideas dispersas y contradictorias contenidas en las peroratas del Máximo Líder.

            Con la audacia que Danton hizo consigna cardinal del revolucionario, el Che planteó una herejía dogmática en su primer ensayo doctrinal. En Guerra de guerrillas se ponía en tela de juicio toda la teoría revolucionaria vigente. El desconocimiento de las condiciones “objetivas” y “subjetivas”, y la sugerencia de que la rebelión por sí sola podía crear las condiciones para la revolución, parecían a los ojos de dogmáticos marxistas como una intrepidez teórica. La primacía que concedía al campo sobre la ciudad y a la guerrilla sobre el Partido Comunista, no sólo eran un planteamiento antimarxista sino que habría escandalizado por igual a Lenin, a Trotsky y al mismo Stalin.

            “La Revolución Cubana toma a Marx –insistía el Che- donde éste dejara la ciencia para empuñar el fusil revolucionario”. Repetía con Lenin: “La violencia es la partera de las nuevas sociedades”. La versión de un Marx guerrillero, con boina y melena, (prototipo del hippie), y de un Lenin terrorista con una bomba bajo el brazo, con que Guevara pretendía justificar la consigna de hacer de los Andes una Sierra Maestra, no pudo menos que inquietar a Moscú y provocar recelos en Pekín.

            El antidogmatismo proclamado por Guevara afirmaba nuevos dogmas. Pese a las críticas disimuladas que aparecían en las revistas doctrinales marxistas que pocos leen, él estaba convencido de que su tesis revolucionaria era la correcta. Creía, como habría de decir, que “revivía a Marx puro”. Para Guevara, como para otros revolucionarios del llamado “tercer mundo”, lo importante era avanzar, aunque fuera sin rumbo. La apertura de nuevos frentes guerrilleros en las serranías latinoamericanas lo reafirmaba en la oportunidad de su planteamiento. Preveía la decadencia de los EE.UU. y pretendía apresurar el desplome. Herbert Matthews, entonces editorialista de The New York Times, recuerda lo que le dijo el Che la última vez que se vieron: “Cuba es un pequeño incidente. Ustedes perderán en todas partes del mundo”.

            El Che estaba en su apogeo.

           

            “Usted me pide que le hable de los errores –contestó Guevara a un simpatizante latinoamericano- pero sólo podrá ser de algunos. Si cuento todos los errores tenemos para 10 días”.

            Empezaba la decadencia del Che.

            Las discrepancias con Castro no tardaron en aparecer. Con el hincapié en la producción azucarera y la cancelación de los planes fabriles, el flamante Ministerio de Industrias quedó como una dependencia fantasmagórica del Gobierno. El Che fue desplazado como gran comisario de las finanzas socialistas: su aprendizaje de la economía le había resultado demasiado costoso al Máximo Líder.

            En lo político, la orientación económica de la Revolución Cubana quedó en manos de menos ortodoxas. Castro había traspasado los poderes del Che a viejos comunistas en una maniobra dictada por sus relaciones con Moscú. Caras e ideas distintas empezaron a aflorar por todas partes. La filosofía del sacrificio y la compensación moral del trabajo, sostenidas por Guevara, perdieron terreno: las ideas del profesor soviético Y.G Liberman sobre estímulos materiales para el obrero y utilidades para las empresas empezaron a predominar.

            Para el Che, el “comunismo con goulash” de que había hablado Khrushchev era una herejía. “El socialismo económico sin la moral marxista –decía– no me interesa… Por esa vía el comunismo podrá ser un método de distribución de la riqueza, pero nunca una moral revolucionaria”.

            A pesar de las desavenencias tácticas, Castro necesitaba al Che. Sentía sincera admiración por su lugarteniente, pero ésta quizás empezaba ya a nublarse por celos personales. La Revolución Cubana precisaba un teórico que le diera respetabilidad ideológica y aportara una justificación doctrinaria al “putschismo” que practicaba Castro en la América Latina. Por otra parte, las relaciones con los soviéticos no eran buenas desde la crisis de los cohetes. Para Castro, el Che todavía era “un hombre de confianza”.

            Así, cuando a fines de 1964 se suscitó una honda crisis con la Unión Soviética, llamó al Che “a la primera línea de combate”. La situación era tensa. La nueva jerarquía soviética exigía a La Habana una definición en la polémica con Pekin, y la cancelación de las aventuras por la América Latina. Hubo amenazas de represalias económicas rusas para imponer la disciplina. Los cubanos temieron la suspensión de los envíos de petróleo. Para Castro, las pretensiones del Kremlin eran intolerables: querían reducir su papel al de un Ulbricht del Caribe.

            Como en la Sierra Maestra, Castro hizo el primer disparo para iniciar el combate. En un discurso airado amenazó con derribar los aviones de reconocimiento norteamericanos que vuelan sobre Cuba desde el enfrentamiento de las grandes potencias en octubre de 1962. El dardo no estaba dirigido a Washington sino a Moscú. Presagiaba una nueva crisis en el Caribe. Por su parte, Guevara se lanzó al ataque en las Naciones Unidas. Sus duras críticas a la coexistencia pacífica con “el monstruo yanqui” se produjeron horas después de que el canciller ruso Gromyko elogiara esa política en la organización internacional. Casi a continuación, La Habana hizo una nueva descarga. Un prominente jefe de la vieja guardia del partido comunista cubano, fiel servidor de Moscú, fue detenido y amenazado con el fusilamiento por el delito de ser agente de la Agencia Central de Inteligencia de los EE.UU. En su blitzkrieg antirruso, el Che llegó hasta China, y puso en evidencia la presión soviética ante las figuras del “tercer mundo” a las que pidió apoyo para Cuba. Por esos días, en Argelia y ante un auditorio de africanos y asiáticos, Guevara descargó todo su resentimiento contra los rusos: “El desarrollo de los países que emprenden el camino de su liberación debe ser pagado por los países socialistas… que tienen el deber moral de terminar su complicidad tácita con los países explotadores de Occidente”.

            Pero mientras el Che, en la vanguardia, peleaba a pecho descubierto contra los soviéticos, Castro, en la retaguardia, atenuaba las tensiones con el Kremlin. La cronología de los acontecimientos es ilustrativa: el 18 de febrero de 1965, el Embajador de Cuba en Moscú se entrevista con Brezhnev; el 19, Pravda anuncia la participación de Cuba en la reunión de partidos comunistas que discutirían las diferencias con la China roja; el 13 Castro critica a chinos y a rusos por las presiones que hacen sobre Vietnam del Norte; el 14 Guevara regresa a La Habana. Como en los días de la travesía del Granma hacia Cuba, en que por un instante los expedicionarios creyeron muerto al Che, Castro volvió a dar la orden de deshacerse de él: esta vez fue prácticamente arrojado por la borda.

            Guevara desapareció de la vista del público al llegar a La Habana. Gustavo Roca, un amigo argentino que le vio por esos días, revela que según le dijo el Che, había sostenido una conversación de 40 horas con Castro. ¿Habían peleado? Guevara no lo dijo. Pero en una carta fechada el 16 de marzo –dos días después de su llegada- y que da a conocer otro amigo, Rojo, el Che anuncia a su madre que va a abandonar su cargo en la jerarquía revolucionaria.

            No vuelve a oírse nada de él. La madre, devorada por el cáncer, quiere hablar con su hijo. Aleida, la segunda esposa del Che, con quien Rojo se comunica por teléfono, le dice que Guevara no está en La Habana, pero sí en Cuba. El 21 de mayo los diarios cubanos anuncian la muerte de Celia de la Serna de Guevara. El Che, aparentemente, no se entera.

            ¿Dónde está? Rojo da esta versión: “Creo que Guevara estaba recluido, aunque no preso. Esta reclusión era un acto de disciplina política porque suponía una larga sesión de autocrítica”. Pero los viejos comunistas cubanos tenían otra información sobre su paradero. En un documento llamado Memorandum R y atribuido al grupo que Castro llamó “la microfacción”, purgada a principios de este año, se asegura que el Che sufrió una crisis nerviosa y fue recluido en un hospital. Hacia fines de 1965, el embajador de Cuba en México, Joaquín Hernández Armas, dijo: “Guevara está siendo tratado por los médicos de una grave crisis nerviosa que ha sufrido, en la cual no ha habido pérdida de la razón”.

            Meses más tarde, los servicios de información militar de los EE.UU. supieron que Guevara estaba en el antiguo Congo francés. Según Rojo, a fines de julio de 1965 había partido en secreto de Cuba. Viajó a Brazzaville para incorporarse a las guerrillas de Gaston-Emile Soumialot, uno de los jefes del movimiento rebelde congolés, que peleaban contra el ejército organizado por Moisñes Tshombe. Allí permaneció nueve meses hasta que, por la presión soviética derivada del conflicto con China, Castro envió dos emisarios a convencerle de que debía volver a Cuba y olvidar las pasadas discrepancias.

            Cuando el Che salió de Cuba esas discrepancias eran hondas. El enclaustramiento autocrítico de que habla Rojo, parece demasiado riguroso. Empero, no deja de ser significativa la exclusión de los amigos de Guevara del Gobierno Revolucionario, cuando Castro organizó el Comité Central del flamante Partido Comunista de Cuba, en octubre de 1965. Poco a poco, los hombres colocados por el Che en los ministerios económicos quedaron cesantes y retirados de circulación los billetes de banco que llevaban su rúbrica. Más tarde, en ocasión de la Conferencia Tricontinental faltó su mensaje personal.

            Entretanto, Guevara no estaba haciendo “gran cosa” en el antiguo Congo francés, como lo diría una carta dirigida a su hija Hilda. Las presiones sobre Soumialot arreciaron y el Che no tuvo más remedio que volver a Cuba. Regresó en marzo de 1966, envuelto en el mismo secreto con que se había partido.

            Castro le tendía la mano y le proponía una reconciliación. Las relaciones con Moscú volvían a hacer crisis. Había una discrepancia estratégica entre la poderosa metrópoli y su aliado distante. Los rusos trataban de obtener reconocimiento diplomático y respetabilidad como potencia en la América Latina; Castro aún seguía con su pretensión de desatar la guerra de guerrillas en la zona andina. Era un viejo plan personal del Máximo Líder, a quien desesperaba el temor de un acercamiento ruso-norteamericano.

            El Che no se proponía permanecer demasiado tiempo en Cuba. Sabía que Castro no tenía mucho campo para maniobrar, y evidentemente a él lo había decepcionado el “internacionalismo socialista”. Como lo dijo en El hombre y el socialismo en Cuba, abogaba por forjar “al hombre del siglo XXI”.

            Cuando partió hacia Bolivia, con su “adarga al brazo” y “el costillar de Rocinante bajo sus talones”, según escribió en la despedida a sus padres, el Che marchaba lleno de presentimientos aciagos pero abrigando un sueño: fundar un socialismo nuevo; hacer un hombre nuevo.

            Con su vida y su muerte quería dar un ejemplo al hombre del futuro.

            Quizás una utopía, pero con la fuerza de atracción que los sueños tienen para los jóvenes.

*Esta crónica fue publicada en la revista LIFE, en noviembre de 1968.