Hasta el Papa piensa en orgías

07 Septiembre, 2018

Por DANIEL MENDOZA LEAL

@elquelosdelata

Polémica tesis sobre una cultura sexual más común de lo que se cree

Demoniacos, perversos, psicópatas, compulsivos, adictos sexuales y hasta infieles fanáticos de la promiscuidad. Tanta satanización nos ha confundido a todos. Después de décadas -siglos, opinan algunos-, de tantos artículos amarillistas, de talk shows montados sobre los aplausos de un público al que le pagan por horas; de censura social, eclesiástica, y hasta jurídica; podemos decir que nadie sabe en realidad, quiénes son los swingers. Es más, millones de personas en el mundo, aún no saben que lo son.

Los swingers: la sociedad sin salir del clóset

No es tan sencillo como nos lo ha pintado la prensa, no es echarle gasolina a esa misma historia estúpida que narra las peripecias del periodista con ínfulas de transgresor, que escribió sobre la noche en que se fue de mirón a uno de esos bares donde los clientes juegan a intercambiar sus parejas.
 
El universo swinger es más amplio. No se agota en las camas francas de estos lugares. Es más, los swingers son tantos y están en tantos lados, que esos renombrados “bares swingers” hace mucho dejaron de ser el punto de encuentro de esta subcultura urbana, que está gestando la más importante revolución social del nuevo milenio.

En esos bares se forman montoneras en las que se comparten sudores, pero ese intercambio de parejas que tanto aterra, muy poco se da.

Los bares swingers están repletos de enclosetados, de gente que tiene en la cabeza el raspón del morbo que genera la sexualidad abierta, pero que no se atreve a llevarla a cabo en compañía de la persona que tienen al lado. Allí terminan aterrizando las frustraciones de todos esos maridos, a los que la mecha se les apagó hace tiempo.  Aquellos lugartenientes del hogar, aburridos del porno que lúdicamente consumen con su esposa, a quien incluso calientan con frases que entre susurros promueven esas marranaditas grupales que a tantos les achicharran las neuronas.

Esos esposos que bien poquito hacen en el lecho nupcial, tratan de recrear sus fantasías maritales con una prostituta a la que le pagan por ponerse el anillo un ratico, la meten al cuarto repleto de colchonetas y la intercambian por la prepago de otro marido, que como él, también sueña que alguien diferente se coma a su mujer.

Así logran ambos alivianar un poco ese deseo latente que los llena de tensión. Esa tensión que les gobierna los sesos y que les pasea su libido en una montaña rusa. Esa tensión irresistible que habrá de vivir en ellos hasta el fin de sus días y que está basada en una idea fija, compulsiva y delirante: ver cómo un hombre penetra a su amada y respetada esposa.

En eso se han convertido hoy en día los establecimientos swingers: en intercambiaderos de putas disfrazadas de las honorables señoras, de aquellos hombres frustrados por esas fantasías que para ellos siempre serán irrealizables, aberrantes y monstruosas. Ellos son swingers metidos en un closet oscuro y frío del que no salen por temor a quemarse. Todos ellos, al ‘swinguear’ con una prepago, se están poniendo una camisa de marca pero chiviada.

Quienes se van de ‘swingueo’ con una prostituta no buscan solamente acostarse con la esposa de otro, lo que hacen es meterse en el video de que esa escort que los acompaña, es quien se despierta y desayuna con ellos todas las mañanas. Engañándose a sí mismos logran engañar al tercero que muy probablemente también los está engañando. Allí, la mayoría de la veces no solo el sexo es grupal, la mentira también.

¿Usted es uno de esos? ¿Uno de esos puercos que sueñan y sueñan y sueñan y sueñan, pero no hacen nada? Fresco, hermano, no está solo: usted no es el único enclosetado. La sociedad entera lo está, lo que pasa es que no ha caído en cuenta.

Al intercambio de pareja se llega por muchas razones. Existen factores psíquicos, es decir, motivaciones subjetivas inherentes a cada persona. También hechos externos relacionados con la evolución histórica, generadora de transformaciones culturales que lograron permear la esfera íntima de la pareja.

Empecemos por la pulpa y dejemos la cascara para más adelante. Vamos a ver lo que hay dentro de cada uno de esos degenerados.

El triolismo masculino, la fantasía recurrente de millones de hombres alrededor del mundo de ver a su mujer echándose un polvo con otro, sumado al exhibicionismo manifiesto en toda mujer, que hace girar sus fantasías en anudarse por un lado -deseos de ser dominada, amarrada y sometida- y desatarse por el otro: mostrarse, exhibirse, vestirse para desnudarse, contonearse frente a otro que no es su marido, ser contaminada con el virus empalagoso de una mirada obscena, y aquella bisexualidad lúdica y circunstancial femenina, vienen a constituir el abanico de fijaciones internas que llevan varios siglos acosando la psiquis del ser humano y que constituyen las principales motivaciones de la pareja swinger en la actualidad.

¿De dónde viene este mal llamado por algunos, trastorno demencial?

Eso no lo responde el hecho de que tantos miles de millones de años de prehistórica sexualidad grupal le hayan inyectado a nuestro ADN todo un elenco porno; ni que la biología -que tan sabiamente nos compara con los chimpancés, los perros, los caballos y otros animales- nos asegure con suficiente solvencia que somos promiscuos y polígamos. Hay algo más. Algo que viene no de nosotros como individuos, sino de nosotros frente a los otros, de la raza humana como seres sociales. Para entenderlo hay que ir bien atrás. Volver a esa caverna en que todos se revolcaban con todos, en que no se respetaba nada, ni siquiera los lazos de sangre, esa caverna de dónde venimos. La caverna que nos parió.

Allí, al principio, nadie sabía de dónde venía, o mejor dicho, de quién venía. Todos eran hijos de todos. La idea de la concepción no existía y el alumbramiento de un bebé se le tenía por algo mágico que no provenía del ser humano, sino de la alquimia divina de la que estaba dotada la naturaleza.

Pasó el tiempo y ese barbudo con garrote, reconoció sus rasgos en ese niño con el mismo color de sus ojos, que se arropaba con su misma piel y empezaba a caminar como él. Entiende algo: él es la razón. Existía una relación causal entre ese pequeño ser y él. El hombre descubre entonces su vocación de procreador, de gestor de vida. Vocación innata en la mujer que al parir sus bebés, al verlos salir de su vagina, no tuvo nunca por qué dudar que eran de ella.

En aquella época de inviernos sin aguapanela y sin un Mejoral, la mujer y sus hijos dependían del varón, del pedazo de mamut que éste les llevara y de la piel del animal despellejado por el hombre que las abrigara.

Ellas entendieron que reservarse sexualmente para alguno y llevarlo a descubrir su genética en ese ser que manara de su vientre era razón suficiente para lograr protección y cuidado. La exclusividad sexual de la mujer empezó a gestarse no como un imperativo moral, sino como una cuestión de vida o muerte, como una estrategia femenina de supervivencia.

Hoy en día, la genética -que rebota y rebota-, nos muestra una horda de mujeres que se clavan puñales entre ellas con una solidaridad que acaba cuando un hombre se les atraviesa, así sea la mejor amiga o la hermana. Eso no pasa con los hombres. Nosotros teníamos que cazar unidos al mamut. Debíamos organizarnos, entregar y recibir lazos de confianza. Nos tocó aprender a ser amigos y compañeros. Mientras tanto, las mujeres en la horda esperaban a los hombres que eran su alimento y abrigo.

Quitarle el macho a otra, atraerlo, lograr que se encariñara, que se atara sexualmente a ella podía significar la diferencia entre vivir o morir. Una mujer, literalmente, era capaz de arrancarle los ojos y el corazón a otra por un hombre. ¿Ahora entienden de dónde vienen los puñales?

Entre ellas no pelean por los hombres, sino por lo que ellos antiguamente representaban: seguridad, estabilidad y protección. En este sentido, las mujeres, en especial las latinas, no han dejado de ser cavernícolas.

La represión sexual de la mujer en la historia ha provenido de factores externos no tanto de valoraciones éticas, sino económicas, que son consecuencia directa de la inseguridad masculina, relacionada con la falta de certeza que tiene el hombre respecto de su descendencia.

La agricultura, la relación del hombre con la tierra, el concepto de terreno y territorio, empieza a proyectar al individuo mucho más allá de su propia vida. El concepto de propiedad lo lleva a pensar en su descendencia. El hombre se pregunta quién habrá de quedarse con lo que tiene. Quién habrá de heredar todos esos cultivos por los que tanto se ha jodido.

La obsesión del hombre por garantizar la perduración de su genética no nace de una vocación natural por la procreación, ni siquiera de la idea romántica de la proyección de su vida en la tierra. Nace del egoísmo y de la avaricia innata en nosotros, quienes al saber que “uno se va y nada se lleva”, no vemos otra solución posible que quedarnos por aquí, así sea simbólicamente, a través de “nuestros” hijos, esos que no pueden ser de nadie más, para que así, sintiéndonos reencarnados, resucitados en esa semilla, no perdamos jamás lo logrado.

Es entonces como, al ver a nuestro lado a un ser hermoso y sexual, llamado mujer, quien bien puede con dos, tres, cuatro o cinco de nosotros -o incluso más si anda garosa-, tuvimos que encontrar la manera de castrarle la mente, de gobernarle la existencia, de esculpirle la conciencia, de matarle ese angelito tan lindo que es lo que en últimas la hace gloriosa y sublime. A piedra le descalabramos ese querubín alado que la llena de magia, de aquella energía fantástica que iluminaba la cueva y que le daba vida a esas dulces y cándidas orgías desenfrenadas.

Me refiero precisamente a las cariñosas bacanales cavernícolas del hombre de Kibish, hace 195 mil años. ‘Swingueadas’ que practicaba el Neandertal de hace 45 mil años y el Homo Florecensis que nada que cogía compostura, hace nadita, la bobadita de 12 mil años. De aquella gruta proviene la sociedad actual, ella nos tiene caminando en esta tierra.

¿Cuánto llevamos de monogamia? ¿3 mil? ¿4 mil? Seamos generosos, pongámosle 5 mil años. Sin pretender incurrir en exageraciones, el hombre gozó de la bacanería polígama durante 190 mil años, antes de empezar a darse azotes monógamos. ¿Entonces, cómo no? Con todo ese historial sexual encima, con tanto recuerdo caliente en las venas, había que encontrar la forma de encadenar a las hembritas.

A punta de rejo religioso, de pistola cultural, de extorsión sicológica, de violencia y discriminación, logramos apretarles un bozal en la conciencia. Era necesario hacerlo para salvaguardar el correcto funcionamiento económico de la sociedad. Enjaularles las chochas era la única forma de garantizar la continuidad del patrimonio familiar. Así íbamos a estar medianamente seguros de que aquello que de su coño salía, de nosotros venía.

Que no nos hablen mierda los curitas del Opus Dei, ni esos pastores que parecen payasos: es por billete, por tierras y por ladrillos, que se inventaron todos esos cuentos de vírgenes fecundadas, de dioses encarnados y de barbudos crucificados. Hasta allí les llegó la imaginación en su afán de secarles las vaginas y lavarles el cerebro. Con todas esas fábulas querían higienizarles hasta los sueños, y lo lograron. Y en parte suena duro, pero en su momento fue necesario sepultarles el alma, la razón y el corazón. De otra forma, la sociedad actual no existiría. Una economía ordenada requería de una concepción ordenada y para eso, en esa época, era necesario organizar la sexualidad.

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Teniendo en cuenta que hoy en día, sexo no significa concebir sino gozar y se puede incluso concebir sin sexo ¿necesitamos seguir reprimiendo a las mujeres?

Para esa época, si a la mujer no le amarran los deseos y el cauce hereditario no se regula, probablemente seguiríamos viviendo en manadas, quizá más felices, pero no tendríamos esos edificios inmensos, ni tantos carros con estrellita, ni tampoco camionetas llenas de mafiosos, ni yo estaría hablándole a este computador, oyendo Depeche Mode a las cuatro de la mañana. Nada de esto existiría porque la economía como la concebimos hoy en día, hubiera perecido a merced del caos generado por la concepción comunal: al no ser hijo nadie de nadie todos seriamos hermanos. Y todo, la tierra, el billete, los ladrillos, el Mercedes, el penthouse y hasta las teclas del portátil, serían de todos. Por eso es que el ser humano -las mismas mujeres, colaboraron mucho en ello-  tuvo que convertir ese ángel femenino en un demonio, en una entidad maligna y perversa.

Fue esa conversión la que generó dos paradigmas bifurcados. El primero cobra vida en ella, en la mujer prostituta hecha para gozar, para recordarle al hombre los placeres de la caverna y, por otro lado, el de la enjaulada, el de la esposa virgen a quien se le permite procrear y ser madre pero no disfrutar del placer.

Correlativamente, en el hombre se acentúa el paradigma del guardián. Somos carceleros de una vagina, debemos garantizar que las piernas de la mujer amada solo frente nosotros deban abrirse, no porque así lo diga algún libro sagrado, sino porque es una forma de garantizarnos un seguro de vida para nuestro patrimonio. De no ejercer a cabalidad nuestra función como porteros de la sexualidad femenina, la sociedad habrá de imponernos una terrible sanción: la de vernos humillados como el más débil de los mortales, como la cucaracha más sucia. Ser un cornudo siempre ha sido el peor de los insultos, afrenta que bien valía un duelo. La religión, las manifestaciones sociales y culturales, estipulan que en la vigilancia de la sexualidad femenina por parte del hombre radica el orden económico y social.

Al convertirse en un custodio vaginal, el hombre lleva colgada de su psiquis una cruz grande y pesada. Para nosotros no es fácil llevar a cabo la cantidad de obligaciones que implica el ser machista. Ese compromiso psíquico diario, constante y socialmente ineludible, es una carga sobrehumana que nos lesiona,  doblega y oscurece.

Allí, en la ruptura de paradigmas, es que radica la génesis de la fantasía swinger, del “Dale duro a mi mujer”, de “Qué rico ser la perra que todos se quieren comer” y de “Somos tan amiguitas, que jugamos a hacer arepitas”. El triolismo masculino y el exhibicionismo y  bisexualismo -circunstancial-femenino.

Todo tiene que ver con la tensión.

La tensión es la génesis de la excitación sexual y la tensión se obtiene asumiendo riesgos. ¿Se le olvidaron ya los años mozos?  ¿Recuerda las fantásticas erecciones que lograba cuando le echaba a su novia un quicky en el carro del papá?

Sin ir tan lejos, hablemos de la experiencia pornográfica. De cómo hoy en día una escena precisa le levanta una carpa en la pijama. ¿Usted cree que eso sería posible sin ese espacio íntimo, oscuro, esa habitación exclusiva que le proporciona la censura de la que se nutre el porno? Allí está la caverna, su caverna.

En ella se adentra gracias a la transgresión, al hecho de poder saltar sobre ese muro que es la moral social; esa pared colosal, construida en religión, en dogmas, en represión cultural. Esa que durante siglos edificaron los curas y las monjas, y los colegios y los papás y las mamás y las abuelas, y tantos que han entregado su vida a cargar cada una de esas piedras tan pesadas. Ellos hicieron de semejante tapia un monumento desproporcionado, infranqueable para muchos.

Esa muralla es la que hoy en día atraviesan en su intimidad millones de personas, cuando le dan clickal loading en YouPorn. Y quienes más frecuentemente saltan sobre ella -aunque sufren haciéndolo- son los mismos obreros encargados de edificarla: curas, políticos conservadores y fachos tiranos que tantas pajas se han hecho frente a la pantalla, tratando de encontrarse con ellos mismos, con su ‘yo’ cavernario, con su genética, con esa fantasía que es su sello personal, con esa mujer embalsamada en látex negro, con esa actriz vestida de colegiala que chupa Bon Bon Bum; o con ese morenazo bestial que a usted, señora, bien puede partirla en dos; o ese repartidor de pizza con cara de Superman, o los tantos millones  de caras y cuerpos, de pieles,  vestidos y fluidos, de situaciones y diálogos; esos ingredientes que burbujean en la cazuela psíquica que nos gobierna,  que se convierten en las alas que nos hacen volar como murciélagos en la profundidad de una gruta.

¿Qué sería del porno sin la censura? En últimas, ¿qué sería de los swingers sin esa muralla pañetada con el dogma de la monogamia?

El swinger necesita de la religión y la doble moral cristiana, tanto como el pornógrafo requiere de la censura. Ambos necesitan tener enfrente robustos imperativos socioculturales que entre más fuertes y consolidados, más intenso será el placer al momento de volverlos mierda.

¿Se acuerdan de la época victoriana? Allá en Inglaterra, rozando 1900, cuando gobernó la Reina Victoria, esa anciana penitente que mandó a alargar los manteles porque pensaba que las patas de las mesas excitaban a los hombres. Allá era pornográfico hasta un escote, precisamente por la cantidad de restricciones morales que pretendían amarrarle a los deseos al pueblo. En ese entonces no faltaría el que se masturbara mirando unas tetas tapadas y un trasero almidonado por unos calzones matapasiones. La censura hacía excitante lo que hoy es aburrido o chistoso. Y aunque al muro han empezado a caérsele los ladrillos, sería un pesar que de él no quedara nada.

El día en que en la franja familiar, a las tres de la tarde de un domingo, nos salude un falo inmenso en la pantalla del televisor, una boca pintada de rojo lo sacuda hasta exprimirlo y una voz en off diga: “Nada como Colgate después de una buena mamada”, ese día se jodió la pornografía. Nos la mataron de un porrazo ¿Y saben por qué? Porque habrán enterrado la ceremonia, habrán banalizado aquel momento íntimo que requiere de una seriedad infinita y de una oscuridad tan renegrida, que es la que hace del porno una cosa de adultos y no una fiesta de niños con payaso, ponqué y piñata.
A quienes ‘swinguean’ les sucede lo mismo. O mejor, mucho más de lo mismo, porque van más lejos. Esa es la primera de las razones que pone cachondo a un hombre swinger: su inconsciente sabe perfectamente que al presenciar la infidelidad sexual de su mujer y configurar la infidelidad sexual de otra hembra en presencia de su marido, está atentando en contra de miles de años de dogmas e imposiciones morales, está desbaratando cánones religiosos agarrados como garrapatas en su estructura psíquica y emocional, está saltando ese inmenso charco cultural repleto de hipocresía social. Está arriesgándose entre comillas, pues está viviendo la posibilidad de ser condenado, de morir achicharrado si le echan agua bendita. Ese riesgo, como el de la novia en el carro del papá, los excita. Y mucho. Ese riesgo es tan o más obsceno que el porno. La obscenidad es la gasolina que enciende nuestra libido. Lo obsceno es restringido, oscuro, íntimo.

Cuando la gente empieza a convivir con alguien o se casa, como se casa la mayoría aquí y ahora -y el cura o el notario, o la sociedad misma avala una unión de hecho que por estos días es tan común-, cuando todo está autorizado, cuando ella y él son el único plato en la mesa -así le echen el condimento que quieran-, estarán ambos comiendo de lo mismo por siempre, hasta que la muerte los separe, según la película romántica que nos han inyectado en el cráneo. Para muchos podrá ser en la cama muy puta, pero viene siendo la misma puta cada noche. Podrá ponerse pintalabios y liguero, y bailar, y entre ambos ensayar las mil y una poses que repasan de la cantidad de porno con el que se enjuagan, y untarse olores y encender velones, y ella habrá de meterse desproporcionados consoladores de plástico frente al marido, pero al final siempre terminará siendo la misma puta. La misma dama presumiendo de puta. Algunos no se tragan el cuento. Se aburren de repetir semanalmente la misma pieza teatral durante años.

Cuando eso pasa no es que se acabe el amor. La mayoría sigue adorándose sin saber qué les está pasando. Ni siquiera es que se les acabe la libido, ella sigue allí, lo que pasa es que está escondida. Tampoco es que las complicaciones físicas que traen los años les agache la verga, es que el sexo que practican dejó de ser restringido, oscuro, obsceno. Y la restricción más grande la lleva entre sus piernas quien duerme a su lado, todas las putas noches.

Dejar su función de guardián del himen imaginario de su esposa, ese que su psiquis vuelve a coser, a pegar con Super Bonder después de comérsela, es tirarse de cabeza al lado oscuro, es destrozarle el culo a la iglesia, a la moral extorsiva, a la represión psicológica, es volver a ser adolescente, volver a sentir lo mismo que sentía cuando empañaban los vidrios del carro del papá. Allí, en la vagina de la mujer que adora, está la restricción que lo enjaula, esa que tanto añora trasgredir pero que lo impide el carcinoma de culpas, que pretende curar con pañitos de agua tibia metiéndose al swinger con una puta.

El hombre ‘intercambista’ que sale del closet entregando su esposa y recibiendo la de otro, se convierte en transgresor, encuentra lo prohibido, saluda de frente a la obscenidad. Y lo obsceno genera tensión y esa tensión es la que pone a bailar al libido y a convulsionar las hormonas. Y por eso son tan recurrentes esas imágenes fantasiosas, que se le pasan a muchos por la cabeza cuando al penetrar a la señora deliran con que es de otro eso que les está entrando.

Estas imágenes incomodan a los más godos, a los más fachos y a los más rezanderos, ellos son los que se despiertan angustiados por haber soñado viendo emancipada a su inmaculada consorte. Cada uno de ellos quisiera tener un látigo en la otra mano después de la pajeada. No hay psiquiatra que no haya lidiado con estas angustias. El tratamiento es largo y costoso, porque no es fácil explicarle al inconsciente que muy probablemente las perversiones que tiene en su cabeza se las inventó el mismo librito que le leyó el cura cuando se estaba casando.

Esa tensión no tiene nada de perverso, incluso desde un punto de vista estético. Si tenemos en cuenta lo convencionales que son la mayoría de los swingers –profesionales centrados, padres responsables, mucho cuarentón y cincuentón de corbata y busito de caballito los fines de semana- podríamos afirmar que swinger puede ser cualquiera que no tenga pinta de gótico vestido de cuero y con látigo en mano, ni de hippie sesentero, ni de metacho peludo, ni de punketo pateador, ni mucho menos de zoofílico o violador. Los swingers, en apariencia, distan mucho de bichos tatuados y descompuestos como yo, y en cambio se parecen mucho a todos esos empresarios, políticos ministeriales, yuppies corredores de bolsa y gerentes de oficina bancaria.

Como ellos, sus prácticas son incluso más llanas y ordinarias que las que practican las parejas convencionales. Los pocos estudios existentes coinciden en señalar que los swingers rechazan la violencia en sus relaciones, no practican el sadomasoquismo, condenan la pedofilia y casi ni practican el sexo anal.

En últimas es una sexualidad que aunque grupal y compartida, no deja de ser común. Cualquier pervertido diría que son hasta aburridos. En parte es lógico que en la comunidad swinger no se presenten este tipo de trastornos (sin pretender catalogar el sado y el sexo anal cómo tal), pues las patologías sexuales se manifiestan de forma compulsiva y normalmente no hay psiquis en la que quepa más de una. Por lo general, al violador, el sexo suave no lo motiva; ni al pedófilo los adultos, por más sexis que sean. Los swingers logran la plenitud desmitificando la monogamia, y ya.

Lo que ordena el manual de sexualidad pulcra lo hacen ellos, solo cambia que lo hacen con otros al mismo tiempo. Ellos no necesitan embadurnar su cabeza con nada más. Así son plenos y un ser pleno no es un ser enfermo. Todo lo contrario, alguien que es pleno sexualmente no hiere a nadie. Una persona plena es una persona sana. Por eso es que los swinger no violan, ni abusan, ni doblegan, ni acosan, ni torturan, ni matan, ni se ponen calientes mirándole el culo a lo niñitos. Por eso es que para limpiar la sociedad de tanta cabeza podrida, ya sean swingers o convencionales, se requiere de más parejas plenas sexualmente y de menos curas retorcidos.

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La plenitud del swinger no solo radica en la ruptura de paradigmas o en la contravención al orden preestablecido, sino a la vez en la ligereza que genera la libertad de conciencia. Si a la psiquis le quitamos esa carga de encima, descansa. Y al descansar se libera.

Arrancar del pecho del hombre la placa que lo identifica como custodio del placer femenino, es sustraer de su conciencia aquella obligación que pesa toneladas, así sea por unos momentos cuando las dos parejas se meten a ese motel que habrá de tragarse sus gemidos.

‘Swinguear’, para ellos, es destrozar el muro a patadas, al calor del cañonazo, pero a la vez es alivianar el cuerpo y el espíritu, de tal forma que el hombre swinger puede volar sobre los escombros con esas alas que tiene pegadas a la espalda y que son las que lo llevan a ese paraíso escondido, reservado para cada cual, personal, privado y oculto, donde crece el fruto del placer humano.

Hace ya varios años que pertenezco a un club social. Allí decidí hacer algo de trabajo de campo. Esta micro-sociedad venía siendo el objeto perfecto dentro de esta investigación. En primer lugar, porque si los estudios no mienten, el fenómeno swinger subsiste de la clase media-alta hacia arriba (es prácticamente inexistente en los estratos bajos) pero además, porque mis escritos hacen que en el club haya un grupo divertidísimo de rezanderos y fachos extremistas que me quieren echar y que me tildan de degenerado, pornógrafo y libertino, y con un tipo así nadie tiene por qué sentirse juzgado.

Lo primero que hice fue contarle a mi noviecita la pintora que es socia del mismo club. Le expliqué que iba a hablar del tema con algunas personas, para ver qué reacción tenían al respecto. La idea era simplemente decirles que fuimos a un bar swinger a excitarnos, solamente para calibrar actitudes. Le advertí que conociendo a mi gente, entre los murmullos podían quedar pegados chismes que nos mencionaran a ambos.

“Haz lo que tengas que hacer para llenar de palabras tus páginas”, me dijo sin mirarme, concentrada en el bigote de una gata surrealista con pantalón de cuero que caminaba por el lienzo. “Además, me importa un culo lo que piensen de mí los del Club”, remató despachándome con esa voz hermética que le sale del pecho cuando quiere que la dejen pintar en paz.

Expresa la autorización, seguí adelante.

Resulta que el asunto no se le hizo raro a nadie, ni a viejos ni a jóvenes. Una que otra risa, un par de chistes flojos. Y ahí paró todo.

“Liberales”, pensé sorprendido. Hasta un poco de vergüenza llegué a sentir, pues el tema me llamó la atención en un primer momento, atraído por un vientecillo morboso y amarillista, que a ellos parecía no refrescarlos.

Así iban las cosas hasta que una tarde, al llegar del gimnasio, brincó a mi cama la pintora. Ella, sin entender la importancia sociológica que traducían sus palabras emparamadas de carcajadas fue quien me mostró la realidad: “Es el tercer amigo tuyo que me mira como viejo verde cuando me saluda y cuando se despide”.

Indagando más a fondo pude corroborar que mis amigos entre 25 y 45 años continuaron tratándola como siempre la habían tratado. En cambio, la gran mayoría de cincuentones y sesentones (tengo solo un amigo que llega a los 70, pero ese desde siempre le ha coqueteado) se empezaron a portar con ella como tiernos playboys de vereda.

El paradigma está tan fortalecido a esa edad que poco importa el carácter y la visión abierta y liberal que se tenga de la vida. Me sorprendí al ver cómo un amigo fiestero y artista de 53 años, cuya supuesta mentalidad vanguardista lo situaba en la modernidad, le soltó a la pintora todos sus perros, una noche.

Para algunos (no fueron todos) de mis respetados amigos mayores, esa vagina andaba suelta y sin carcelero. Sin ser conscientes de ello, los mayores de 50 años sitúan a la mujer por debajo del hombre, la ven débil, desamparada. Para ellos una mujer es como un ave de corral, que al estar suelta se la pueden comer los lobos.

Los más jóvenes, en cambio, tienen claro que hoy las mujeres son las que cierran y abren el candado. Que ellas en su sexualidad son las que mandan y que la situación no cambia si tienen al lado a un gorila inmenso o a un fementido de cachetes rosados. Además, los viejos (entendiéndolos plenamente) al estar llenos de ataduras socioculturales, tienen mucho más fortalecidos los paradigmas, eso hace que les genere un especial morbo latente el ideal de la mujer vagabunda. Para ellos, o mejor, lo que traduce su inconsciente es: mujer que goza sexualmente, mujer fácil.

La fantasía triólica del hombre también tiene que ver con su mamá. Más precisamente con el amor que siente por su madre y su proyección futura durante toda su vida. La mamá del hombre es su primer amor. Renuncia a él cuando finaliza la etapa edípica y se adentra en la adolescencia. Cuando el hombre inicia una relación estable, a medida que pasa el tiempo, aquel rezago edípico hace que su esposa  -que empieza a hablarle y a cantaletearlo como su mamá, termina sabiendo y oliendo a su mamá- se convierta en su mamá. Y echarse polvos con la mamá no es rico. Es traumático. Duro. Por eso es que el polvo matrimonial, con los años, termina convirtiéndose en una tarea mamona.

En aquella piscina alucinada en la que brincan complejos, culpas y represiones, se agita la marea cuando, como dos corpulentas ballenas azules, caen en ella los dos paradigmas: el de la mujer puta, maligna y perversa, a la vez sexual, lujuriosa y caliente, es decir la mujer mujer, la mujer real. Y el de la mujer virgen, la dama, la señora del hogar, esa que sí es buena. La mujer esposa que a la vez es la mujer mamá.

Son dos paradigmas enfrentados en una guerra a muerte que se libra allá dentro, una pelea sin reglas ni árbitro que gana la más fuerte. Esa que tiene un ejército de regulaciones culturales y religiosas que la respaldan. La mayoría de las veces triunfa la mujer mamá. Aniquila a la mujer puta que tanto nos hace falta a todos. Y como ya lo explicamos, esa dama en la mesa que se supone debía ser la más puta en la cama por más mañas que se dé, termina sin convencer.

La mamá observa con saña de vencedora a la zorra que agoniza sobre la arena del coliseo psíquico. Celebran todos. ¡Aplausos al pastor! ¡Triunfó la sotana!  La alcoba nupcial es ahora una nevera en la que reposan dos pedazos de carne congelados, en hielo se convirtió el colchón y las cobijas en retazos de viento que llega del páramo.

“En una orgía la vuelvo a ver mujer”, me contaba uno de los maridos a los que entrevisté, constatando la reivindicación de la mujer real que realiza el hombre swinger con el intercambio. No es que mate a la mamá, cuando entiende que debe tomar partido de forma radical para reversar el resultado de esa batalla desigual, es que la baja del ring. Resuelve el asunto de forma pacífica. A esa señora tan hacendosa la encierra en la cocina de donde no debió haber salido jamás (En sentido figurado, en su psiquis, advierto. Que no me saquen los ojos las feministas) y a la bella ramerita le cura las heridas, la ayuda a levantarse y la mete al cuarto a fornicar bien rico, como siempre lo ha hecho, desde la caverna, donde no había mamás ni papás y la mujer, entre más sexual más mujer, entre más sexual más procreaba, entre más sexual más calor generaba en aquella horda de salvajes cuaternarios.

Según los swingers, el resultado es inmediato: la conversión de su esposa, de señora a cortesana, derrite el hielo, incendia las sábanas y el cuarto se vuelve de nuevo una hoguera, a la que solo de vez en cuando, basta con echarle un par de leños para oxigenarla.

En eso fueron coincidentes todos, créanme, ni una sola de las 34 parejas con las que hablé me dijo lo contrario: la ‘swingueada’ le había parado el pipí a cada uno de los maridos, no solo cuando compartían con otros, sino cuando repasaban con morbo, semanal y hasta diariamente lo vivido en este culto pagano que está transformando la sociedad.

Igual de coincidentes fueron al afirmar que el fortalecimiento de su vida sexual a través de la transformación psicológica de la imagen femenina no había afectado su convivencia, su día a día, su relación y compromisos mutuos como pareja. “Ella sigue cocinado muy rico, trayendo a los niños después de las clases de natación, cuidando del hogar. Es la mejor mamá del mundo, la única diferencia es que ahora nos echamos por lo menos 3 polvos semanales… nosotros solos, digo: solos los dos. Lo otro es para de vez en cuando, una vez al mes, máximo dos, tres cuando andamos desjuiciados”, me dijo un marido muy enamorado de su esposa, que lleva más de 20 años sirviéndole como ama de casa.

Después de haber hablado de lo excitante que resulta para algunos compartirle a otro su mujer y viendo el asunto desde otra perspectiva, nos preguntamos: ¿Por qué para los swingers es tan excitante penetrar la mujer del prójimo? En realidad el interrogante se aplica para ambos sexos, porque pude corroborar que acostarse con el marido de la prójima también las calienta mucho.

Esta es otra faceta más en la transgresión de paradigmas.

Si en la caricatura esa que a todos nos metieron por el culo desde chiquitos, el barbuchas de los 10 mandamientos, nos dijo que uno a la mujer del prójimo ni siquiera la podía desear, ¿cómo será culearsela? Esa vendría siendo como la cereza en el pastel de la transgresión. Y cuando las cosas son tan obvias es que hay algo más. La serpiente tiene cola.

Es por la historia.

Y no hablo de la Enciclopedia Universal Ilustrada, ni del Almanaque Mundial, ni mucho menos del Museo Nacional. Me refiero a la historia del individuo como parte de un proyecto de convivencia. A la historia de cada uno de ellos, dentro de esa institución social llamada pareja.

Superada la noción de transgresión normativa necesaria para elevar el nivel de tensión entre los agentes del intercambio sexual, podemos descifrar otro de los condimentos imprescindibles para darle al banquete la sazón que busca el swinger: la biografía real de la pareja con la que se intercambia.

“Parejas reales”, “Exigimos parejas 100% reales”, “Solo intercambiamos con parejas estables”, “Queremos personas que se amen”, son algunos de los ejemplos extraídos del inmenso universo de perfiles, en las páginas de contactos que hoy aglutina la web.

¿Cómo explicar esta exigencia?

Bracamonte, un reconocido psicólogo argentino, ponderando la noción de “intercambio” como una transacción, que como toda transacción requiere de reciprocidad y equidad, concluye que el swingerexige la realidad de la relación en la pareja opuesta por cuanto esa realidad es necesaria para estructurar el equilibrio en el encuentro, un trueque justo por así decirlo, tanto para el hombre que intercambia a su mujer, como para la mujer que a su vez hace lo mismo con su compañero. En sus palabras: “Tú te acuestas con el ser que yo amo y yo me acuesto con el ser que tú amas”.

Bracamonte tiene razón, pero a mi modo de ver, las causas son más profundas y no se agotan en el análisis mercantilista del intercambio.

Volvamos al porno. En él podemos encontrar la explicación. En los setentas se realizó el mejor porno de todos, grandes producciones con giros y entramados impregnados de dramaturgia, sólidos guiones y por supuesto grandes artistas como John Holmes y Marilyn Chambers, que lograban durante un par de horas mantener sentado a un público que se ponía gafas, sombrero y bufanda para que no los reconocieran cuando compraba la boleta en la taquilla. La sola entrada a la sala debía ser una experiencia angustiante.

En esa época -principios de los 70s- no había nada que de forma masiva permitiera la difusión del acontecimiento pornográfico. La producción pornográfica podía ser muy buena, pero la experiencia pornográfica, es decir, la revelación íntima que busca saciar el ser humano con la pornografía, era deficiente. Me explico: meterse a un teatro, ser observado por muchos, excitarse en público, echarse mano frente a otros y ejecutar la faena que busca resolver toda persona cuando disuelve su psiquis en la verdad que encierra la pornografía. Limpiar los residuos en el pantalón, salir a la luz de aquella oscuridad. Tocar la calle sintiéndose culpable sin sentirse lleno, pues la película por más explícita que fuera no logró apuntarle a ese trocito de sensibilidad, a esa fibrilla lejana que le mueve la sangre necesaria para que se le enderece a uno la verga. En esa época no había ni mucho, ni de dónde escoger, por grande que fuera la ciudad, solo unos cuantos teatros se atrevían a ir más allá del Padrino y el Exorcista.

Esto cambia con la llegada del Betamax a los hogares, esa cinta empacada en una caja de plástico que alquilábamos por 24 horas en la video tienda de la esquina, esos negocios, que como las tiendas de espadas y de armaduras, pasaron ya a mejor vida.

Aunque sale al mercado como artículo de lujo en 1975, el Betamax se populariza en los 80s, la calidad de la producción porno empieza a bajar y, correlativamente, la experiencia pornográfica comienza a volverse satisfactoria. Todavía nos poníamos rojos en la video tienda, pero al salir de ella, la intimidad de la alcoba hacía del pajazo un momento mucho más placentero, incluso didáctico y educativo, si se llevaba a cabo en pareja.

Los 70s fueron la edad dorada del porno. En efecto, sigo esperando producciones como Behind the Green Door de los hermanos Mitchell o Deep Throat de Damiano, sin que me toque sentarme en una pálida y fría sala de teatro para verlas.

De todo este carretazo les pido que se detengan en algo: En el corazón de la pornografía que es la verdad.

La constatación de esa verdad por parte del espectador viene siendo la experiencia pornográfica que le mueve las tuercas. El falo enjuagado en saliva, ella misma entrando y saliendo en un plano reducido y frontal, la eyaculación que viene siendo el clímax dramático que da fe de la tan anhelada realidad. Da fe, ojo, solo da fe. No siempre la eyaculación es de verdad.

Esa verdad es la que busca el espectador en el actor porno, éste debe entregársela sin traducirla. El buen actor porno no representa una verdad, él es la verdad. No representa el placer, sino que disfruta de él.

Nacho Vidal, el reconocido actor porno español, que ha rodado con las más bellas mujeres del mundo -que definitivamente están en la industria-, pero que también ha participado en películas en las que atiende a mujeres monstruosas, enanas y tan añejas como tiernas abuelitas, no me evadió cuando le pregunté cómo hacía para actuar cuando eran tan feas, “Dani, yo no actúo, yo simplemente follo”.

Cuando el espectador ve porno no busca la interpretación de una realidad, busca la realidad misma. Todos quieren ver cómo les estalla esa realidad frente a sus ojos. Voracidad por la verdad, en palabras de este pornógrafo consumado, o consumido, dirían algunos.

En los 90s, cuando se pensaba que todo estaba dicho y hecho, esas tres  “Ws” (www) lo cambiaron todo. El internet hizo que el porno se masificara y lograra tal grado de intimidad que la ceremonia pornográfica se convirtió en algo cotidiano para cientos de millones de personas en el mundo. El porno es ahora a la carta, entra por la ventana a la alcoba, al estudio, a la biblioteca y hasta al baño con la masificación de las tabletas y los celulares de tercera generación. La ceremonia es ahora más privada, tan íntima y personal como jamás lo había sido, y directa. Nunca el porno había dado en la vena del gusto de cada persona, aún más precisamente: de cada neurona. Nos consagramos todos en una ceremonia perfecta, el porno nos hace una sola carne. Hoy muchos son hijos del porno. El porno es nuestro Jesús redentor.

Altas, negras, masoquismo, gay, lésbico, orgías, tríos, asiáticas, gordas, falos grandes, vaginas peludas, mamadas, culonas, y la más importante de todas las categorías en YouPorn, la que más vistas tiene -64.401 visitas-, era la sección Amateur. El día que entré con fines meramente investigativos (ni más faltaba), le seguía la categoría Jovencitas con 22.811 visitas.

El porno amateur o porno casero ha sido el gran aporte de la tecnología digital y en realidad, desde el punto del contenido, lo único nuevo que hemos podido ver en este pequeño teatro de las obscenidades que logró instalarse en el seno de todos los hogares. El resto, sobretodo las películas de cucas peludas, ya se había hecho, y aunque en los ochentas algún par de esposos atrevidos realizaron producciones caseras con esas inmensas cámaras que parecían dinosaurios de hojalata, estas no se difundieron y, sin difusión, bien puede haber imagen pero no hay porno.

Con la imagen digital, el cliente asiduo a la pornografía se convierte en actor y surge una nueva verdad. El último manto cae al piso. La verdad que creímos haber visto desnuda durante décadas no lo estaba del todo. Ahora, con el porno casero, sin importar si lo es del todo,  la pornografía devela su más preciado secreto, la forma de introducirse en la vida de las personas, de llegar al corazón que palpita dentro de la verdad misma, de la mano del ingrediente más excitante que haya podido encontrar: la historia.

El Amateurismo llena el porno de sal y pimienta, de especies exóticas traídas de tierras lejanas, de olor a realidad. La pornografía amateur en la pantalla descubre algo que por primera vez va más allá de aquellos primeros planos. Por unos minutos que pueden ser varios o pocos, el consumidor se traga trozos de intimidad, devora pedazos de historia, de cotidianeidad, de vida privada, esa pequeña franja pecaminosa le revela lo irrevelable: unos papás como los suyos haciendo un trío con un negro sudoroso en un motel, una universitaria igualita a su vecina que hace su primer casting para ser actriz porno, un muchacho cachetirosado se atreve a empelotar a una anciana setentona y hacerle una “mine” en una mecedora idéntica a la de mi tía Gertrudis. Esa es la verdad. Y es tan innegable e incontrovertible que automáticamente convirtió el resto en mentira.

Esa verdad es la misma verdad que busca el swinger cuando intercambia. El swinger busca una historia de vida en la pareja. Busca introducirse en aquella intimidad al precio que sea, incluso abriendo las puertas de la suya. Allí, en la realidad  de la solidez de una historia está la fuerza y la intensidad de su placer. El deseo del swinger, como el del consumidor de porno amateur, se fundamenta en el afán de una verdad tan real que tenga tras de sí fundamentos históricos. En este sentido, el swinger no quiere parejas falsas de mocitos, amigos o prepageadas porque no satisfacen su ceremonia, aunque como en los 70’s, la producción sea perfecta, los swingers, por lo general, prefieren una pareja que parezca y hable como pareja, y no un par de amigos con derechos, por más ejercitados y cincelados.

Por eso es importante para ellos presentarse como profesionales, casados, con hijos, esos son capitales que narran una historia de vida, generando confianza y solidez, pero que, aunque ni ellos mismos hayan caído en cuenta, resultan detonantes y estimulantes imprescindibles para que ni mil bomberos logren apagar la alcoba.

No solo es que “me acuesto con quien tú amas y tú con quien yo amo”, sino que “me excita acostarme con quien tú amas y con quien compartes una vida, y a ti te excita acostarte con quien yo amo y con quien comparto una vida”. ‘Swinguear’ no es solo un intercambio de parejas. Es un intercambio, momentáneo y circunstancial de una historia por otra. Es darle de probar al otro de mi verdad porque él me está dando un poco de la suya. El swinger es un traga historias, igual que el pornógrafo aficionado al Amateur.

Ahora, ¿qué pasa específicamente con las mujeres?

De dónde viene el recurrente deseo de ser atadas y forzadas -dominación y sujeción- y por otra parte liberadas, transformadas en objetos de placer, exhibidas y mostradas, ganosas de ser observadas, de ser degustadas a ráfagas de pupila y de aquella fantasía juguetona de hacer arepitas con las amiguitas.

La coerción física excita a las mujeres, soñar con ser sometidas les humedece las bragas y les sancocha el cerebro. El único estudio realizado este año en Canadá sobre las fantasías arrojó un dato sorprendente: la fantasía de ser amarradas, subordinadas encadenadas, amordazadas es recurrente en muchas. El 65 % de las Mujeres consultadas dentro de un estudio realizado por la Universidad de Montreal aceptaron la recurrencia persistente de este tipo de fantasías. Ahora entienden por qué les choreaban babas de la boca mientras leían las Sombras de Grey. La razón está en que visualizándose amarradas, sujetadas y dominadas, se les despeja la culpa que, frente al placer, anida en ellas. La sensación de angustia que genera el pecado latente se evapora pues ella está subordinada a la satisfacción de un tercero, inconscientemente la mujer logra trasladarle la culpa al ente dominador. Algo así como “¿Yo qué puedo hacer si no quiero querer?… a mí me están obligando a gozar, luego, gozo…gozo mucho”.

Nuestro inconsciente es esa entidad abstracta que dirige la cámara de video que todos tenemos metida en el cráneo, que se nutre del palpitar del presente, con sus hechos fortuitos, situaciones espontáneas o programadas, relaciones sociales y también de nuestros recuerdos, de los recuerdos de otros de quienes heredamos además de gestos y colores, formas de reaccionar, de sentir, gustos y afinidades. Aquel inconsciente que para mí es una mujer fantasma, una meretriz chiflada que dibuja nuestra psiquis y que hasta al Papa lo convierte en actor porno de sus propias películas.

Ella es la encargada de crear nuestras fantasías. Y déjenme decirles algo, ese inconsciente, que repito, para mí es fémina, loca, drogada y borracha, es desenfrenada y voraz, y aunque todo se ha tratado con ella, en cuestiones de sexo no hay nada que hacer. Es una sexo-adicta sin posibilidad de redención. Y díganme una cosa: ¿existe algún adicto sincero? ¿Es coherente? ¿Es obediente? ¿Ustedes creen que un heroinómano le hace caso a alguien? Eso pasa con nuestra mente. Ella, la inconsciencia, es una bandolera vagabunda que se manda sola.

Por eso no les podemos pedir a las mujeres que pongan orden a su mente fantasiosa. Ellas, en esta historia, vienen siendo a quienes más hemos jodido y todo porque es a ellas a quienes durante nueve meses se les hincha la barriga como un globo, porque déjenme decirles que si a nosotros los hombres nos salieran los bebes de los oídos, llevaríamos puesto el mismo candado social que hace miles de años cierra la celda entre sus piernas.

Entre más enrejemos el cuerpo, más mañas se da la mente para escapar. O se cuela entre los barrotes, o simplemente se desmaterializa como un espectro pero siempre termina encontrando la manera de salir de la mazmorra.

Eso no lo hemos podido entender los hombres: nosotros, al reprimirlas, hemos hecho de ellas más mente que cuerpo. Sus fantasías son tan elaboradas como contradictorias, y son tantas que mientras a nosotros las nuestras nos caben en un bolsillo, a ellas no les alcanza con el container de un trasatlántico. Eso no lo entendemos. Pensamos que la cosa está en llenarnos el buche de Viagra, tener un pene kilométrico y cogerlas como cajón atorado. No se nos ocurre sorprenderlas.

Por eso las mujeres, que en un principio le hacen el quite a la rumba swinger, terminan disfrutándola muchísimo más que sus maridos, quienes son a quienes casi siempre la calentura, los obliga a poner el asunto en la mesa. Allí, de vuelta a la oscuridad, amparada por las sombras, la mujer encuentra eso que no existe en el desierto árido en el que se convierte la vida conyugal, el fruto jugoso que nutre su psiquis, el tuetano de su placer, aquel que nosotros los hombres siempre habremos de tener por refundido: la sorpresa.

Aquel caudal de sensaciones perdidas, con el que nada más se atrevía a soñar, se viste y se desviste, camina en una pasarela que la llena de sensaciones, el sexo se convierte en lo que siempre había querido, el sexo se desgenitaliza, deja de ser falocéntrico, el sexo ya no está al servicio de una verga congestionada sino de sus sensaciones, de su goce, de su propio deleite, porque así, disfrutando ella, es que disfruta su señor esposo. Sus gemidos son los morteros que echan el muro abajo realizando así la fantasía.

La mujer swinger se eleva. Trasciende. Se desata sin necesidad de ser atada. Entre tantos y sobre todo frente a él, frente a ese señor que la eligió sobran las cadenas, los lazos, las correas, la fuerza y la violencia. La fantasía de sumisión da paso al exhibicionismo.

Su fantasía se convierte en el elemento químico que hacía falta para que todo explote. En la probeta del ambiente swinger se mezcla el voyerismo masculino y el exhibicionismo femenino, o mejor, el uno se alimenta del otro. Pude corroborarlo, si bien es cierto a algunas les gusta mirar, no es que sea ese precisamente el objeto de su placer, en cambio todas aquellas que entrevisté se prenden como una antorcha cuando se sienten observadas, así como todos los hombres comulgan en lo excitante que es verlas entrelazadas ya sea con el uno o con la otra. La mujer swinger nutre su afán por ser vista y el hombre swinger goza simplemente viendo. Logrando entre ambos una simbiosis sexual perfecta y balanceada.

La mujer, cuya psiquis es más compleja, encuentra los elementos necesarios para alcanzar aquel clímax con el que tanto sueña, elementos básicos y ordinarios en el hombre cuya pobreza creativa hace que se agoten en un instante.

En aquellas fiestas polígamas ellas son las diosas, las dueñas de la verdad, las reinas y emperadoras, sobre todo, las únicas propietarias del sí y del no. Ellas deciden con quién, cómo, dónde y a qué hora, sus caprichos son órdenes. Ellos son unos simples lacayos subordinados a tan deliciosa tiranía. Y durante los encuentros el hombre goza con su coquetería, con sus risas, la motiva a desabrocharse, le ruega que muestre las piernas, que se levante la falda, que se agache y que con sus dientes le baje la cremallera a ese otro, que pronto habrá de convertirse en su hermano de leche.

Los hombres promueven los contactos lésbicos. La mujer goza de la libertad que le da el espacio swinger para disfrutar de un bisexualismo ocasional y sobretodo circunstancial. Bisexualismo que no le plantea dilemas sicológicos, que no la lleva a pensar si es o no lesbiana. Es un mero juego dentro del juego, que además de llevarlas a conocer un universo al que, de regirse por los derroteros del sexo convencional -ingresar significaría estar en la obligación de etiquetarse-, sirve para relajar el ambiente entre ellas que son muy territoriales. “Si a mí me gusta un man, busco primero caerle a la mujer, si veo que a ella le gusta mi esposo, entonces juego con ella, nos calentamos y de pronto, como si nada, ya me le estoy comiendo al marido… y ella se estará comiendo el mío. Ooobbbvio. ja ja ja ja”.

Este bisexualismo pasajero, de un pedacito de momento, no convierte a la mujer swinger ni en lesbiana ni en bisexual, ella no va empezar a mirarle las tetas a su compañera de trabajo, ni se va a enamorar de la profesora de aeróbicos, a ella le van a seguir gustando los hombres, solo que se va a dar la oportunidad de encontrar en ese preludio erótico que sirve de antesala al desafuero grupal, esos matices energéticos, sensuales y alquímicos, que pintan la paleta solamente cuando el sexo es entre ellas. Ese juego lésbico les fascina, muchas -poco más del 40% de las entrevistadas- dicen que lo disfrutan igual o más que el intercambio propiamente dicho. A la pregunta de si se sentían un poco lesbianas por este hecho, todas, de forma categórica -y algunas incluso un tanto contrariadas- se identificaron como heterosexuales, a quienes les fascinan los hombres y que de vez en cuando, con el novio o el marido al frente, disfrutan de una arepiadita.

Con los hombres swinger no pasa lo mismo, valga la aclaración. En los clubes virtuales, mientras más del 95% de las mujeres se presenta como bisexual o bi-curiosa. Al preguntarles por la diferencia entre los dos términos, ninguna me pudo dar una respuesta clara, en realidad ninguna era bisexual, pero tampoco es que el contacto lésbico fuera realizado por curiosidad, ya todas habían atravesado esa etapa y todas estaban conscientes que les fascinaba el sexo entre mujeres pero ahí en el ‘swingueo’ con los hombres al lado, luego, podríamos concluir que dentro de los espacios swinger ser bisexual o bicuriosa es lo mismo.

Las parejas en las que el hombre se presenta como bisexual no llega al 1%. En los espacios swingerscomo fiestas privadas y bares no se permite (y no sucede) ni el más mínimo acercamiento sexual entre los hombres. Me imagino que es porque a uno como hombre heterosexual no es que lo arreche mucho, ni el pelo en pecho ni la barba rasa. En cambio, a ellas amamantar unos pechos generosos, refregarse en una piel tersa y besar unos labios carnosos sí las lleva a ese lugar perdido al que, por ignorantes, jamás podremos llegar los hombres heterosexuales. A nosotros se nos perdió el mapa para llegar allá.

La pareja swinger empieza a sentir placer desde mucho antes del encuentro. Su mente se sacude cuando entre ambos escogen el liguero que se va poner ella para subir a esa pasarela imaginaria por la que caminan todas antes de la orgía. La mujer logra arrastrar al hombre al terreno donde forman fila sus ficciones, lo convierte en fetichista devoto de sus sensaciones. Ahora lo que importa no es el miembro masculino, ese pene que para nosotros, en nuestro falocentrismo creemos que es lo único que importa, las palabras que atraviesan el tímpano cobran vida en su cabeza, son pequeños demonios prendidos en fuego. El hombre con su pareja se convierte en un poeta puerco y ordinario, deja de hablar tanta estupidez, se olvida de la plata, los negocios, el fútbol y la política, y se dedica a hablar con ella, de lo que de verdad vale la pena: de cochinadas.

Las mismas que hacen realidad cuando están unos encima de los otros, todas esas porquerías que continúan durante días saliendo de los labios antes de acostarse, mientras recuerdan los encuentros y escogen en el computador las nuevas parejas. Marranaditas que son las que se los pone tan duro como una roca. Que a ellos les convierte esa paloma desgonzada en una estaca peligrosa, y a ellas, allí de donde sale la humanidad, donde antes era tierra árida y desértica, un océano de colores las ahoga sin matarlas, llenándolas de aire, congestionándolas de vida.

Uno de los entrevistados, ingeniero y alto ejecutivo de una multinacional petrolera, me mostró el mensaje que por WhatsApp le había enviado a su esposa el día anterior mientras hacía una pausa en la silla gerencial: “Déjame decirte que estoy pensando en comerme rápido esa fruta deliciosa y jugosa. En calentarte con mi lengua. Solo calentarte. En meterte bien tiesa mi verga cuando empieces a mojarte, y después por ser tan bella, tan perra y zorra, de premio te la voy a meter por el culo, mientras con tus dedos te zangoloteas el clítoris hasta venirte”.

Quedé perplejo, no por el contenido (créanme he leído cosas más fuertes) sino porque no entendía cómo ese señor tan, tan, tan señorón, con pinta de un enrazado entre George Bush y Bill Gates podía haber escrito tamaña pieza literaria. Para mí no fue difícil imaginármelo desnudo en el revuelto, pero jamás hubiera pensado que su mente estuviera programada para procesar esas ideas y plasmar en un par de frases todo un ritual erótico. “…Antes jamás le hubiera dicho eso, llevo como un año en esas, más o menos a los dos meses de estar en el swinger empecé a hablarle así”.

Lo que el ingeniero no sabe es que para “hablar así”, primero tiene que empezar a “pensar así”, y para pensar así, primero él ha “obrado así”.

A los sexólogos que me ayudaron con el tema, les pregunté si eso no era perder intimidad.

Varias parejas afirmaron que si bien es cierto, desde que empezaron a ‘swinguear’ ni los conejos los igualaban, también me dijeron que la motivación del sexo en solitario, es decir el sexo de entre semana o de fin de semana (cuando no está la abuela que cuide a los niños), se había convertido en el recuerdo o la expectativa del sexo grupal. Habían dejado de excitarse el uno con el otro, siendo remplazado por la contemplación imaginaria del otro, o de ellos dos, involucrados en una situación de sexualidad grupal. Es decir, en palabras más cristianas, se excitaban semanal y hasta diariamente. La frecuencia de sus relaciones, en algunos casos, se había multiplicado por 20 -parejas que tenían relaciones cada 2, 3 y hasta 6 meses pasaron a hacerlo día por medio-, pero aunque en la cama estaban solos, de la cabeza no se les había salido la montonera.

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A mi modo de ver eso, en parte, era volver mierda la intimidad.

Y sí, eso también es cierto: la mente se trae el ‘swingueo’ a la casa. Sin embargo, sexológicamente hablando, la conclusión es unánime: si les sirve, se vale. Fue Iván Gallo, mi amigo el periodista con el que traté el tema antes de escribir, quien despejó la inquietud que anidaba en mi cabeza: “Daniel, hermano, en últimas está bien, porque ellos culean, los otros no”.

Iván tenía razón, los estudios no mienten, unos se relacionan con otros, el de Montreal que analiza las fantasías es coherente con el de Cali de la Universidad San Buenaventura y con tantos en el mundo que se han realizado sobre el tema del adulterio y la infidelidad. Juntando tanta cifra concluyo: que cómo dicen los sexólogos, desde que no se le haga daño a nadie, todo vale cuando se trata de motivar a la pareja. Lencería, perfumes, porno, pepinos y bananos, si eso les basta.

Lo peor que puede pasarle a una pareja es anularse como entidad sexual, como empresa conjunta productora de placer, eso la lleva a la bancarrota emocional que produce el adulterio. Desde un punto de vista sexológico, los swingers lo que hacen es echar mano de un recurso muy útil y sobretodo muy cercano a sus deseos y su naturaleza.

Los swingers obedecen a sus instintos, le hacen caso a las motivaciones de la raza humana que lleva mucho tiempo enclosetada. De eso caigo en cuenta al escribir este artículo. Las respuestas de los profesionales fueron en algunos casos, contradictorias y evasivas.

La bella Ana, administradora de Swing Living, el mejor club web privado de Colombia, fue clara en manifestarme que para ella una cosa era la fantasía y otra realizarla, y que se es swinger cuando la realizan.

Difiero categóricamente, eso sí con sumo respeto y reverencia para con Anita, cupido celestial de miles de parejas. La conclusión es lógica. Si un hombre casado piensa en hombres cuando le hace el amor a su esposa, si fantasea con ellos, si se masturba pensado en gigantones bigotones, si se despierta sudoroso todas las noches porque tanto macho se cuela entre los sueños; por más que no haya probado un solo pene en su vida, marica fue y marica murió, solo que lo hizo encerrado en un closet asfixiante.

Con los swingers pasa lo mismo. La persona, él o ella, o la pareja que acompaña sus faenas con baldados de fantasías grupales, así se queden en la intimidad psíquica e imaginaria de cada conyugue o sean compartidas por ambos, son swingers. Las parejas que recurran al porno, a la necesidad de contarse historias que involucren a terceros, que se masturben imaginándose una circunstancia de sexualidad grupal con su pareja, -también como el esposo gay que piensa en muchachitos, tanto él como ella, visualizándolos como entidad-, son swingers ahogados en el closet.

De ese closet, no se sale con pancartas y marchas como hacen los gays, o sentando a los papás en la sala, de ese closet solo puede salirse ejecutando la fantasía. Metiendo a la esposa y no a la puta en una montonera.

Las preferencias sexuales están en la cabeza, poco importa si se ejecutan o no. Ana, en ese aspecto si lo tiene claro: “Me refiero a que si una vez o dos, una pareja ha hecho intercambio, yo no diría que “son swingers“, de la misma forma que alguien que ha estado en un bote una o dos veces en su vida no es marinero, no sé si me explico. El ser swinger es un estilo de vida”.

Que una pareja haya ‘swingueado’ no la hace de por sí swinger. Puede pasar que se les hayan ido los tragos, o tuvieron un par de experiencias por la curiosidad de ver lo que hay al otro lado del río, pero que las fantasías grupales ni son recurrentes, ni son motivantes para ninguno de los dos. O incluso, pongo un ejemplo, en Internet se ofrecen parejas de esposos que se prostituyen juntos. Su finalidad puede ser meramente económica sin ser un detonante de la libido en ninguno de los dos. ¿Quién será más swinger? ¿Esos dos que lo hacen por plata, o los dos que llevan años masturbándose frente al televisor, mientras sueñan que son ellos los que están metidos en la orgía, pero nunca llegan a hacer nada?

Que para algunas parejas puede ser mejor seguir enclosetados, eso es otra cosa, pero eso no los saca de donde están. Y si así son las cosas, la mayoría de personas que pisan la tierra están metidas allí.

A principio de año, en Canadá, a miles de personas en varias aulas de la Universidad de Montreal les preguntaron sobre sus fantasías. Ojo, estoy hablando de uno de los países más liberales del mundo en materia sexual, muy seguramente si la encuesta la hicieran en Latinoamérica, las cifras serían aún más escandalosas, pues la represión moral y religiosa, multiplica las ficciones mentales.

El estudio publicado por The Journal of Sexual Medicine realizado por el departamento de psicología de la Universidad de Montreal, en el que fueron encuestados 1516 adultos -799 mujeres y 717 hombres-, arrojó 55 fantasías sexuales diferentes, de las cuales se clasificaron las favoritas, las más raras, las inusuales y las comunes, concluyendo que la sexualidad grupal cabalga sobre un caballo desbocado por la pradera de la fantasía. Que las mujeres y los hombres deliran con encuentros múltiples, que el “Dale duro a mi señora” es una fantasía recurrente, común en muchos hombres; que las mujeres además de idealizar la fuerza y el sometimiento, sueñan con las tetas y las vaginas de otras mujeres; que ellos y ellas, añoran los mares de fluidos y los castillos de cuerpos, que las parejas hacen las cosas de a dos, pensando que son tres o cuatro. Y de ahí para arriba pueden empezar a multiplicar; que ambos, honorables señor y señora, andan acosando con sus neuronas a esas parejas cercanas con las que van a la iglesia los domingos, o a las que invitan solamente a tomar café a la casa. Ustedes dos, dignos representantes de la cotidianidad familiar, no solo se quieren comer al prójimo, sino que quieren verlo mientras se come a su conyugue. Quieren, quieren, no se hagan los huevones.

Es decir, según el estudio, esta sociedad, sin ánimo de ofender a nadie, es tan swinger como su cabeza. No se asuste. En el coco muchos tienen su mismo veneno, ese que lo hace sudar, empañando las gafitas con marco de oro, esas que reflejan el brillo del computador cuando se jala una paja a escondidas en la oficina, mientras se traga una escena de sexo liberal amateur en la que una de esas parejas se da gusto con el gusto de otra, o soñando que es usted el que está metido en uno de esos millones de bares, clubes, cruceros, grupos virtuales que pululan alrededor del mundo, que son la prueba fehaciente de que esas alimañas perversas que lo acompañan y que le hacen sangrar la psiquis por los azotes de culpa no están solo en su cabeza, sino en las de muchos, y son tan ordinarias y comunes, que viene siendo hasta raro no tenerlas.

Esté tranquilo, ojalá esto le sirva de consuelo como lo dije anteriormente, puede ser incluso que esos engendros hablen bien de usted, que lo identifiquen como un tipo mentalmente sano.

Las cifras son claras y aunque son altas, también tranquilizan: la sociedad es fantasiosamente orgiástica y polígama, doble moralista morronga y enclosetada pero no es pervertida.

Menos del 3% de los entrevistados aseguró fantasear con violencia, pedofilia o zoofilia, es decir, se concluye: al ser humano no lo excitan ni los niños, ni los animales, ni la sangre. Mejor no lo pudo haber dicho mi amigo Iván Gallo, que siempre está ahí para complementarme: “El ser humano, en últimas, solo quiere que lo dejen culear sanamente”.

Los swingers entendieron esto hace muchos años pero ese pasatiempo, ese deporte que practican llamado sexo, no solo se les ocurrió practicarlo debido al árbol espinoso que les crece por dentro, ellos lo hacen también por otras razones, razones que se han dado a medida que la sociedad ha cambiado, a la par de su incorporación en la modernidad, razones que los han llevado a tomar la decisión de limpiarse el culo con los imperativos morales, culturales y religiosos.

Razones que fundamentan sus ritos y ceremonias, aquellas que traducen sus códigos éticos y de comportamiento, que los distancian mucho más que a las parejas convencionales, de fenómenos como las relaciones abiertas y el poliamor. Todo eso viene más adelante, en la segunda parte que ya se está cocinando.

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