La cárcel al desnudo

17 Septiembre, 2018

Por LIGIA RIVEROS *

<<¡Desnúdese!>>

La orden es terminante. La guardiana oculta su boca y su nariz tras una mascarilla de cirujano que solo deja al descubierto sus ojos fríos, despreciativos. Como si allí, en ese cuarto largo y angosto, no estuvieran seres humanos sino animales plagados de enfermedades contagiosas.

<<¡Rápido! ¡Rápido!>>, grita otra, mientras desinfecta con alcohol sus guantes de caucho, para luego exigir: <<El pañuelo. Que sea blanco y limpio>>. Mientras tiemblo de vergüenza y frío, la mujer toca mis partes íntimas con expresión de asco. Aprieto los labios para no insultar, para no gritar, para no decir que me está ultrajando, que está pisoteando mi pudor. Junto a mí una mujer humilde llora. Es la primera vez que visita a su hijo de 16 años, acusado de abuso carnal.

<<Debe vestirse en cinco segundos>>, dice la guardiana con su voz metálica, <<si no lo hace rápidamente quedará encerrada una hora, ¿piensa acaso que nosotras no tenemos derecho a descansar?>>.

A la salida de la requisa, mientras acabo de ajustarme la falda, encuentro un hombre alto, con uniforme de policía, piel bronceada y unos ojos brillantes que escudriñan a las mujeres de arriba abajo, como diciéndoles: <<Aquí mando yo>>. Unas lo miran desafiantes. Otras lo evaden. Es el mayor Humberto Aparicio, director desde hace un año de la cárcel Modelo de Bogotá-

Después, sigue la larga fila. Los perros pastores esperan por segunda vez la orden: <<¡Suchen!>> (buscar) para olfatear los paquetes, en busca de droga. Más adelante paso por el detector de metales que descubre desde una cremallera hasta un anillo o un alfiler, cosas totalmente prohibidas. Nuevamente los sellos en la piel. Sellos que hacen recordar constantemente a los visitantes que allí hay 3.000 hombres privados de la libertad por diversos motivos.

El patio uno

En La Modelo siempre se ha dicho que los patios uno y cuatro son los más peligrosos, porque allí están los reincidentes, los raponeros, los homicidas, los apartamenteros, los secuestradores… También hay presos políticos que las autoridades distribuyen en diferentes patios para evitar que unidos tomen más fuerza, como sucede en La Picota.

Para llegar al patio uno debo caminar por un largo pasadizo, sin una colilla en el suelo. Paso por las rejas de diferentes patios con manos que se extienden ávidas en espera de una visita que muchas veces no llega. Frenôe a la reja del Patio Uno me detengo. Al entrar quedo en medio de 546 presos, acusados de todos los delitos; 546 hombres, la mayoría solo bajo auto de detención que, por ineficiencia de la justicia, se ha convertido en condena porque no les definen su situación jurídica. Los 546 detenidos, llueva o haga sol, tienen que recibir visitas en un patio atestado de gente, porque solo las parejas tienen permiso de subir a la celda. Las madres, muchas de ellas ancianas, las hermanas, los niños cuando es el primer domingo del mes, deben quedarse abajo. Mientras arriba transcurren las visitas conyugales, también las <<burritas>> (prostitutas) se acuestan con los presos que no tienen visita. <<Jumbo>> es la más famosa, una mujer paisa de enormes proporciones que cobra cien pesos a sus clientes: de quince a treinta cada domingo.

Mandrax y marihuana

De pronto, entre los 546 presos y sus visitantes, descubro a la mujer morena de ojos inmensos y pelo rizado, que hizo fila conmigo junto a los muros de la cárcel, desde las siete de la mañana. La misma que me contó que al amanecer del 27 de agosto la patrulla 565 detuvo a su hombre y dos compinches más con una tula llena de alhajas, producto de un robo a una joyería de El Lago y que después de vaciarles de los bolsillos el dinero sustraído de la registradora, los entregaron a la comisaría de San Fernando, acusándolos de andar sin papeles. <<¿Y las joyas, y el dinero?>>, pregunto. La sonrisa de la mujer se convierte en mueca al decir: <<¡Averígüelo con el teniente y con los policías que detuvieron a mi marido!>>

Ya dentro de la cárcel no quise hablar con ella, porque le había dicho que iba a visitar a un primo y aún no había encontrado a alguien indicado para iniciar la investigación.

Hasta que vi a un jovencito, de unos 18 años, pelo rubio mal cortado, ojos tristes que no se atreven a mirar de frente, boca con un marcado rictus de amargura. Es Juan Manuel, detenido por hurto y violado quince días antes en su celda sin puerta por tres hombres maduros, acusados de homicidio. <<¡Hola!>>, lo saludo. No contesta. <<Soy socióloga>>, digo fuerte para que los demás oigan. El muchacho sigue con su silencio. Alguien se sienta a mi lado para decirme: <<A éste lo violaron y, como lo denunció ante el guardián, lo tienen entre ojos. Los violadores iban a pagar con calabozo su delito, pero cada uno le dio al guardián 500 pesos. Para ellos todo quedó arreglado, pero para el muchacho hay una amenaza constante: si vuelve a abrir la boca, lo cosen a puñaladas. Desde ese día no habla y ha intentado suicidarse varias veces>>.

El hombre que contó esta historia escuchó cuando me identifiqué como socióloga y lo creyó. Después sería un extraordinario contacto. Me ofreció tinto y acepté. Poco a poco fui descubriendo a los raponeros, a los homicidas, a los secuestradores. Los vendedores con su bareque (negocio) se acercan a los grupos y ofrecen <<balones>> y <<leche>> (marihuana y pepas). Se negocia también desde un revólver Smith y Wesson por 15.00 pesos, hasta una ametralladora por 70.000. el trato comienza en la cárcel y se cierra con la entrega de la mercancía de cualquier lugar de Bogotá o del país. Esta negociación se hace cuidadosamente, con claves secretas.

Vuelve el hombre de los <<balones>> y <<leche>>. Se ha reabastecido. <<No se extrañe –dice mi acompañante-. Ya usted vio cómo requisan los paquetes a la entrada. Ya se dio cuenta de la droga que de vez en cuando entra a la visita. Es muy poca. Quizá solo alcance para algunas chupadas y “viajes”. Pero cuando las visitas se van, especialmente cuando llega la noche, los propios guardianes que están de turno son los que trafican libras, que compran fuera. La entran escondida en su ropa. Precisamente hace unos meses cayó un enfermero cuando introducía el “vicio” simulando “llantas” en su cuerpo. Se suicidó. Las autoridades jamás pudieron averiguar quiénes eran sus contactos dentro y fuera de la cárcel>>.

Un apartamentero

Luego me presenta a un hombre de 29 años. Las referencias hablan por sí solas. Aseguran que es uno de los apartamenteros más <<finos>> de Bogotá. Que conoce además las joyas al dedillo. Que sabe exactamente el precio del diamante por su color, su brillantez y peso. Que es experto con el oro y que valora por la pureza sin fallar nunca.

Es pequeño. Sus ojos son oblicuos y miran unas veces con desconfianza, otras con humildad. Los mueve rápidamente y sus manos jamás están quietas. José me contó que vivía en el barrio Boyacá Real. Que comenzó a fumar marihuana a los ocho años incitado por una niña de nueve. Que cuando nació, sus hermanos lo rechazaron porque era hijo de otro padre. Que hizo en la escuela hasta segundo de primaria y sus hermanos no le quisieron dar más estudio. Desde ese momento pensó que debía ser el más importante de la familia y se voló de la casa. Fue gamín. Aspiró gasolina. Comenzó a robar en la calle cualquier cosa.

Después fue aprendiendo. Hasta que a los 22 años escogió el norte de Bogotá para sus fechorías. Comenzó a vestir bien. A resistir la corbata, que nunca le gustó. A llevar maletín de ejecutivo. Y a ordenar a tres <<socios>> más lo que debían hacer para robar casas y apartamentos de lujo.

 Las órdenes eran precisas. Simularían ser vendedores. <<Chequear>> la salida y entrada de los dueños de casa. Cronometrar el tiempo que demorarían. Hasta que un día José cayó. En su automóvil parqueado frente a la casa de la víctima tenía una ametralladora. Miró por la ventana de la casa y supo que el F-2 lo había descubierto. Apretó el gatillo de su revólver pero una ráfaga le atreveos la rodilla. Hoy cojea un poco, lleva quince meses en prisión y asegura que si el delito no hubiera sido en casa de un político ya habría salido libre […]

Nuevamente la <<infamante>> requisa

A las dos de la tarde suena la campana. Las mujeres deben salir. Comienza nuevamente la interminable fila. Se comenta que ese día la requisa fue más dura que domingos anteriores. Algunas blasfeman. Le echan la culpa a otras mujeres que trataron de entrar marihuana en las partes íntimas y en un cubo. Mandrax en una pila preparada. Aguardiente en un desodorante <<spray>>. Otras dicen que con tantos adelantos para detectar droga, por qué no importan uno para evitar la requisa humillante.

En el último pasadizo, nuevamente las guardianas. Comprueban el sexo de las mujeres para evitar que un hombre escape con ropas femeninas. Ya ha sucedido otras veces. Algunas visitantes salen con los ojos húmedos, mientras un cabo les grita: <<Dejen el teatro. Ya se acostumbrarán>>. Después llega mi turno.

Traficantes de angustia

Días después, vuelvo como periodista al patio uno, acompañada por un guardián asignado por el mayor Aparicio para guiarme, y comprendo que hay un rechazo total. Pero <<corre la bola>> de que soy periodista y que me sometí a la requisa íntima como cualquier visitante, el domingo anterior. Poco a poco se me acercan los presos y hacen sus cargos. A pesar del guardián. A pesar de los agentes del F-2 y del DAS, que se hacen pasar por detenidos […]

Pienso que he escuchado lo peor y entro a <<Sanidad>>. Allí, aislado, tras unas rejas, temblando en medio de un olor fétido, está Carlos Alberto Romero Rey, de 28 años. Es la primera vez que está en la cárcel. Antes era modelista de calzado pero ahora… El juez 58 penal, dice, me tiene detenido por daño en cosa ajena. El hombre que me acusa me exige 15.000 pesos para dejarme libre, me dio un tiro y por eso me hicieron la colostomía (intervención quirúrgica que permite abrir un orificio en el cuerpo cuando el organismo no puede eliminar las materias fecales por obstrucción del intestino). Sáquenme una fotografía, por favor, que el juez sepa el estado en que me encuentro para que se apiade de mí y ordene mi libertad. Mientras me alejo escucho su llanto hasta que cierro la puerta.

Afuera, en los corredores, quince presos están desnudos. Tres guardianes los requisan pormenorizadamente. Buscan droga, armas cortopunzantes, cualquier indicio de ilegalidad. Mientras tanto, el patio cuatro es sometido a <<raqueta>> (requisa). No se escapa un rincón de las celdas ni de los pasadizos.

Tres mil presos en manos de 350 guardianes. 350 guardianes que conocen las artimañas de tres mil presos. Algunos guardianes son buenos. Otros, la mayoría, son <<traficantes de la angustia humana>>.


* SOBRE LA AUTORA. Ligia Riveros nació en Bogotá. Fue la reportera más sobresaliente y audaz de Colombia en los años 80 con sus investigaciones rigurosas y crónicas, en las que encontró el otro lado de los temas más sensibles y dolorosos del país. Sus principales trabajos fueron publicados en la revista Cromos. En 1987 su brillante carrera fue interrumpida de manera angustiante con gravísimas amenazas de muerte que la obligaron a buscar asilo en España, en donde se quedó para siempre. Allí, se vinculó a la televisión y medios escritos de ese país.