La vida en el circo

29 Octubre, 2018

Por ANTONIO MONTAÑA*

Hasta cuando cumplí los 18 años, no recuerdo más que cosas de mi vida en el circo. Uno va de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo y no tiene amigos en ninguna parte. Si logra hacerlos, al otro día se va. Y por dentro, por lo menos en mi caso, el circo no es el cielo. Uno como artista entretiene a los espectadores y los hace reír, pero como persona…

            Mis padres entraron al circo desde niños. Su familia también era cirquera. Mamá nació en Puerto Rico y papá, creo, era mexicano. Ellos nacieron allá, mejor dicho, pero el cirquero no tiene patria. Creo que mis abuelos también eran del circo. No sé. Yo nací cuando el circo andaba de gira por Aconcagua y nací en el vagón y dizque nos atendió la que echaba las cartas, que tenía ciencias de comadrona. Después he visto nacer a varios niños en las giras. Ahora últimamente van a los hospitales, si están en una ciudad o pueblo grande. Pero si los dolores las cogen por el camino de las provincias, pues las atiende alguien de nosotros, igualito a los animales. La gente, cuando ve el artista de circo que es famoso, dice que le gustaría ser como él. Lo que no sabe es que el circo es un circo por dentro.

            Yo apenas comencé a gatear salí a la pista. Era un circo grande y dizque tenía unos chimpancés. ¿Sabe lo que yo hacía?: me soltaban a la pista, con los micos. Y yo, claro, los imitaba, y como eran amigos míos no me mordían. Me llamaban el niño de la selva: “Boy”. Pero yo no me acuerdo de eso. Era, como dicen en México, un escuincle. O como dicen en Chile, una guagua. Todo el mundo tiene que trabajar, hasta los niños. Por eso es que uno se vuelve artista: oyendo aplausos desde chiquito, después le hacen falta. Mamá era contorsionista y trapecista, y papá era de pulso y también jefe de trapecios, hasta que tuvo un accidente que le hizo coger manía a la altura. Apenas pude comencé a aprender los ejercicios. A caminar en la cuerda, a manejar el trapecio, a hacer malabares. Todo lo que se hace en un circo. Como a los siete años era ya parte de los conjuntos. También comenzaba a aprender a leer. Los circos son una escuela ambulante, no sólo de las pericias del oficio, sino también de la primaria. Después del entrenamiento, mamá nos reunía a mí y a otros dos niños que debían tener mi edad y nos metía de narices en la cartilla. Y eso era palo por la mañana si hacíamos mal los ejercicios, y palo a mediodía si no hacíamos bien las letras. Sólo los hijos de los propietarios o de las figuras importantes, de las estrellas de los grandes circos mandaban al colegio a sus hijos, mejor dicho, al bachillerato. Los demás nos teníamos que contentar con lo poquito que nos podían enseñar los familiares. Y con lo que nos enseñaba la vida.

            El verdadero papá mío se fue una noche, en Guayaquil, y nunca supimos más de él: ni una carta. Desde el accidente que le hizo coger manía a la altura, estaba dedicado a trabajos chiquitos y a su pulso. Pero esos trabajos que no son de artista se vuelven muy humillantes. Todo el mundo quiere imperar sobre uno y hay que aguantar demasiado. Pues él se fue a buscar la vida a otra parte. Puede ser, porque uno en el circo aprende de todo: hasta tocar la tromba. Todo eso vale, todo sirve. Pero yo creo que él se fue también porque las cosas con mamá no andaban muy bien. Ella se volvió a casar entonces con un tipo que se enganchó en Medellín y que venía de un circo que había quebrado en Venezuela. Era un húngaro grandote, excéntrico musical y mago. Mis otros familiares, mejor dicho la hermana de mi mamá y su marido, casi que no lo trataban y yo me la pasaba en el vagón de ellos, con mis primas, hasta cuando me puse pícaro con una de ellas y mi tío me dio una muenda que todavía me duele.

            Después comenzó la peregrinación de circo en circo. El tipo con el que andaba mamá no se acomodaba en ninguna parte. Iba de lado a lado. Desde circos perratas que no tenían siquiera vagones y uno dormía donde le tocaba, hasta circos grandes, muy buenos. Pero como no eran estrellas, pues también se tenían que contentar con lo que les dieran.

            Yo debía tener ya como 12 años cuando volvimos al circo en donde habíamos trabajado siempre. El húngaro se fue pero dejó a mamá con un hermanito. Una noche, en Colón, cerca al puerto y mientras estábamos trabajando, lo mordieron las ratas. Se puso muy malo, no sé si de las mordeduras o de alguna enfermedad que le prendieron esos animales de los puertos, que son muy sucios. El caso es que el niño murió en el hospital.

            En esa gira fuimos hasta Baja California, en México, de pueblo en pueblo y duramos como dos años. Después tomamos un carguero en Acapulco hasta Guayaquil, a comenzar otra vez el viaje. Lo bueno del cirquero es que recorre mucho mundo, conoce mucha gente. Pero lo malo es que no es amigo de nadie. Apenas uno se está amañando en un sitio, toca desarmar y nadie sabe si uno vuelve allá. Por eso es que la gente del circo se casa entre ellos mismos y casi nunca con alguien de fuera; no hay oportunidad de conocer bien a la gente y, además, si uno se casa con alguien que no es del oficio, se le complica la vida. Las mujeres se tienen que retirar y a los hombres nos toca cargar con una persona que no sabe hacer nada y que por lo tanto no gana nada. En el mejor de los casos, si uno se casa con una mujer joven y bonita, pues la pueden poner de anunciadora, pero esos puestos los tienen los pesados del circo y no los artistas comunes y corrientes. La mujer del administrador puede ser taquillera, o pasearse como puro adorno; pero si es un trapecista el que se casa, pues tal vez no la ponen a hacer nada, a no ser que con unas condiciones que, bueno… Por eso uno lo más que puede es cartearse con una chata durante un tiempo y hacerle promesas que no va a cumplir.

            Si uno pudiera contar las cosas que pasan en un circo, sería cosa de no acabar. Cosas muy divertidas y también muy trágicas. Las enfermedades, por ejemplo, lo complican todo. Si el circo anda de gira, el enfermo va de médico en médico o tiene que renunciar y quedarse a que le hagan el tratamiento, en licencia, y claro, sin sueldo, porque los circos casi nunca tienen seguro social. Entonces si uno ha hecho alguna economía, pues se la tiene que gastar y mejorarse pronto, y si no, muere de hambre. Algunos que trabajan en los circos y les pasa eso, hacen espectáculos en las calles para poder conseguir algún dinero y alcanzar al circo. Uno al que llamábamos “Palos” se enfermó en Bucaramanga y se tuvo que quedar allá. Cuando salió del hospital, como no tenía amigos ni mucho menos plata, y estaba con la mujer y un hijo que vivían en una casa en donde les estaban cobrando todos los días, hasta cuando los echaron, resolvió organizar algo en la plaza. Él era buen volatinero, pero con la enfermedad y el desentrene, pues había perdido equilibrio y práctica. Hizo que le templaran una cuerda entre dos paredes, como a cuatro metros y, claro, sin red. La mujer hacía de anunciadora y él se subió. Trabajó un raro bien, pero, con el cansancio, le ganó la debilidad y se vino abajo. Fue a templar otra vez al hospital, con una pierna rota. Se la arreglaron mal y se acabó su vida de artista. Tuvo que aprender otro oficio. Por ahí anda de mesero en un bar. Y soñando con los aplausos.

            Depende del circo le pagan a uno. En los grandes generalmente hace uno su contrato por un tiempo fijo. De esa plata se descuentan los adelantos que hacen para vestuario y para la utilería y el arrendamiento del vagón, si lo tienen. Eso en los circos grandes, porque en los perratas a veces ni le pagan a uno. Si no hay público, no hay paga o hay que pelearla. Yo trabajé en uno en que los artistas terminamos cobrando en cosas. Uno se llevó dos perros. Otro los instrumentos de la banda. Eso fue después de un pleito, en Cali.

            Fue a ese empresario al que mi tío le compró la carpa y lo que le quedaba. Él estaba trabajando en el circo grande y tenía sus economías. Prestó algo de plata y se convirtió en empresario. Toda la familia se fue a trabajar con él y algunos de los artistas que se habían quedado con los elementos, se asociaron. Hicimos algo así como una cooperativa. Mi familia era la que tenía más acciones y nos fuimos por los pueblos de Panamá para arriba. En Centroamérica el público es muy bueno. Sabe apreciar el trabajo y conoce del oficio. Al comienzo estuvimos muy de suerte. Llenos totales en todas las partes. Y hasta le compramos un león viejo a un circo norteamericano. Eso nos daba más público, aun cuando el animal no sabía nada más que salir a la pista a dar un par de saltos por entre el aro. También ingresaron al negocio tres enanos que viajaban para México en donde querían entrar al grupo del “Enano Santanón”, uno que hace películas. Tenía números simpáticos y eran buenas personas, pero un poco difíciles de tratar. Sobre todo la mujer que tenía la manía de pensar que siempre estaban hablando mal de ella. Se escondía en todas partes y cuando uno menos pensaba, salía de entre un barril o de entre el encordado. Por eso a alguien se le ocurrió ponerle el apodo de “La Rata”. El día que se enteró por poco desbarata a mi prima. Le rompió el vestido. Parecía un gato. Y no quiso salir a la pista como en tres días.

            En El Salvador nos cogió la guerra. Estábamos en un pueblito cerca de la frontera cuando principiaron las vainas. Resolvimos entonces desarmar y coger camino. Pero en esas llegó un coronel y dijo que la carpa quedaba requisada por el Ejército para alojar refugiados y personal civil. Nosotros protestamos y en menos de lo que canta un gallo fuimos a templar a la cárcel acusados de espionaje. Y claro, ellos se quedaron con la carpa. No valió decirles a los militares que los animales se iban a morir de hambre y que nosotros éramos artistas, que no teníamos nada que ver con la política. Lo único que lo ablandó fue que yo le dije que el león, sin comer, se pondría furioso y que quién lo iba a manejar. Entonces dejaron salir a un muchacho para que se entendiera con el problema.

            Como a los cinco días nos soltaron pero del circo quedaba poco. La gente había cargado con todo lo que había podido. Nos dejaron a todos sin la ropa y cargaron hasta con las cobijas. Fuimos a protestar otra vez y el coronel dijo: “Éstas con cosas de la guerra, pero si quieren los vuelvo a mandar al pote”. Nos tocó salir como monjas viendo el diablo. Como no teníamos ningún traje de trabajo y los únicos que no se habían robado eran los de payasos, resolvimos hacer la función todos de payaso. Eso fue un cabezazo de mi tío. A la gente le gustaba mucho. A los artistas no tanto. Pero con esas funciones se pudo comprar algo de vestuario.

            Pero ahí no acabaron las desgracias. Mi prima mayor era la estrella del espectáculo: trapecista y malabarista. Los hombres compraban palco para ir a verla. Un día mi tío descubrió que estaba esperando pero de nadie del circo, sino de un tipo que le había echado el cuento en Costa Rica.

            En la frontera con Guatemala también tuvimos problemas. Los mexicanos no nos dejaban entrar con los animales porque tenían no sé cuántas medidas sanitarias y ni con plata se podía arreglar el asunto. Entonces yo le dije a mi tío que me iba a buscar mi vida por otra parte; que ya estaba aburrido del circo. Me rogó que no lo hiciera sino hasta cuando llegáramos a una ciudad grande, pero yo no aguantaba más. También los enanos siguieron camino hacia México y el circo se quedó sin nadie.

            Yo tenía 18 años. Soñaba con trabajar en el cine o en la televisión. Me fui para México, pero de allá me echaron porque no tenía visa de residente ni permiso de trabajo. De todas maneras estuve trabajando dos años en teatros de variedades o en lo que consiguiera para no morirme de hambre. Y ahora estoy esperando que pase otro circo para que me contrate. Y mientras tanto hago espectáculos en las calles o cosas así. Tengo preparados tres números buenos. Ya me está haciendo falta la vida en el circo, aun cuando a veces el circo tenga sus tristezas.


SOBRE EL AUTOR. Antonio Montaña, (1932-2013), nació en Bogotá y murió en Chía a la edad de 77 años. Fue diplomático, escritor, investigador y periodista. En la nota necrológica publicada por El Espectador, se lee: “Su legado son las numerosas novelas, cuentos y guiones que escribió a lo largo de su trayectoria profesional. Sus escritos fueron premiados en varias oportunidades. Algunas de las publicaciones más reconocidas sonAguas Bravías’, que recibió el premio Award Book 2005 a mejor novela historia ficción; ‘Los días del miedo’, ‘El sabor de Colombia’, ‘La dicha de cocinar’, ‘A todo vaporyLa Fauna social colombiana’, entre otras tantas”. Montaña escribía principalmente de política, gastronomía y geografía.