El fuego

22 Marzo, 2024

Por ADRIANA ARJONA

 Hace muchos años, en medio de una especie de alucinación, epifanía o quizás a través de un recuerdo inconsciente de una película animada, me pareció ver en el fuego de una chimenea una orquesta de salsa. Donde yo estaba sonaba La Fania, y la gran llama se dividió en pequeñas llamitas que se movían como personas al ritmo de la música. Por un buen rato bailaron juntas haciendo una coreografía. Simulaban ser los músicos de la orquesta, formados en semicírculo. Después, una a una, las llamas pasaron al centro para hacer un solo de baile, mientras las demás aplaudían y se mecían.

Desde ese día empecé a ver el fuego de manera diferente. Comencé a percibirlo como un ser con voluntad propia, sentimientos e incluso gustos musicales. Ya no era, simplemente, un elemento que usaba el oxígeno para existir, como me habían enseñado. A mis ojos, empezó a respirar como un cuerpo. Como una persona.

Empecé a observar con mayor atención el fuego en la chimenea de mi casa. En las fogatas que hacíamos con los amigos de adolescencia. En las películas.

Fueron tantas cosas las que cambiaron a partir de que el hombre aprendiera a dominar aquel fuego que antes se presentaba solamente por el efecto de un rayo sobre una vegetación seca. Los animales que no lograban escapar de los incendios forestales terminaban calcinados, y los primeros homínidos comprendieron lo que sucedía con el alimento cuando estaba expuesto a altas temperaturas. Una profesora me enseñó que gracias al fuego el ser humano pudo empezar a dormir las noches completas. El fuego ahuyentaba a los depredadores, y ya no era necesario que todos estuvieran alerta. El guardián del fuego hacía de centinela y su labor era no dejar morir esa llama proveedora de seguridad y abrigo, mientras los demás se permitían sosiego y descanso.

Todo me parecía bello alrededor del fuego. Hasta que un día, en la adolescencia, vi en una revista el caso de un niño con quemaduras en el 90% de su cuerpo como consecuencia de una venganza que su propio padre ejerció sobre su ex mujer. Uno de los fines de semana que el chico pasaba con su padre, le roció gasolina mientras dormía y le arrojó un fósforo encendido. El niño no murió. Me pregunté entonces, como lo hago ahora, por qué el fuego no se lo había llevado. Por qué no lo había consumido y elevado directamente al cielo en el que no creo, donde dicen que no existe el dolor ni el mal.

La imagen del niño envuelto en llamas permaneció en mi mente. Y pronto se le sumó la de aquel monje budista inmolándose, como un acto de protesta extrema contra la persecución que sufría el 70% de la población de Vietnam por profesar un culto diferente al del dictador Ngo Dinh Diem.

Yo no había nacido cuando el monje Thich Quang Duc protagonizó aquel acto tremendo frente a la embajada de Camboya, en una de las principales avenidas de la ciudad de Saigón, hoy conocida como Ho Chi Min. Pero la foto, tomada por el periodista Malcom Browne, de la agencia Associated Press, en algún punto de la adolescencia llegó a mis manos y quedó grabada en mi memoria. Esta vez fue el monje mismo quien se roció de gasolina y otros dos colegas quienes le ayudaron a provocar la combustión. Recuerdo perfectamente la opresión en el pecho que experimenté cuando vi la imagen. Thich Quang Duc sentado en posición de loto, inmóvil, sin gesto alguno de dolor, los ojos cerrados mientras el fuego lo consumía todo, excepto su corazón, preservado hasta el día de hoy como una reliquia sagrada entre los budistas, simbolizando la compasión.

Hace poco vimos otro suicidio al estilo bonzo, como se les conoce a los monjes budistas. Sucedió también frente a una embajada: la de Israel en la ciudad de Washington. Pero ha sido poco lo que se ha hablado de este doloroso acto de protesta. Yo no puedo sacármelo de la cabeza.

A diferencia de Thich Quang Duc, Aaron Bushell no era un monje de 73 años que luchaba por su derecho a la libertad de culto. Este joven de 25 años era miembro de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos. Vistiendo el uniforme de la institución que representaba, declaró que "ya no sería cómplice del genocidio" que ocurre actualmente en Gaza. Bushell no tuvo compañeros que rociaran su cuerpo con gasolina ni permaneció sentado y en calma. En cambio, se mantuvo de pie y concluyó su acto con el grito "¡Palestina libre!", frente al celular a través del cual transmitió en vivo, por la plataforma Twitch, su acto de protesta extrema.

Mientras tanto, el fuego en Gaza continúa frente a los ojos del mundo. Y este fuego no es el que yo admiraba de niña. No es un fuego dulce y amigable. No es la cálida protección que yo apreciaba, no es abrigo. Tampoco son las llamas bailando al ritmo de un tema musical. Es el fuego absurdo, el fuego vengador, como el de aquel padre que le impuso un castigo inmerecido e imperdonable a su ex mujer y a su hijo. Es el fuego destructor. El que arrasa con todo lo que encuentre a su paso, mientras el planeta entero ve a través de las pantallas un genocidio en tiempo real.

Defenderse no es vengarse. Pero como bien lo dijo el presidente brasileño Inácio Lula da Silva, esto es exactamente lo que ha hecho Israel. Vengarse. Y, peor aún, bajo el escudo del Holocausto, permitirse el acaparamiento de un territorio que es tan sagrado para ellos como para los palestinos.

Hace poco, durante los incendios forestales que vivimos en el país, muchos de ellos iniciados por manos criminales, unas ardillas atravesaron la avenida circunvalar, hacia la parte más baja del Parque Nacional, en Bogotá. Pensé en los cachorros que estaban muriendo en el monte. Casi podía escuchar sus lamentos, su agonía. Son siempre los pequeños los más vulnerables. Como los niños de Gaza. 

 

¿Qué hay después del fuego criminal?

Ayer vi una imagen que me trajo una sonrisa, al fin. Los frailejones del páramo de Berlín, en Tona, Santander, calcinados en los recientes incendios, han reflorecido. El cogollo de cada uno de ellos, como el corazón del monje budista que se inmoló, permaneció intocado por el fuego.