Sofía Vergara - ra ra ra

02 Febrero, 2024

Por ADRIANA ARJONA

 Terminé de ver Griselda, la serie de Netflix basada en la vida de la Madrina, narcotraficante colombiana a quien hasta el mismísimo Pablo Escobar temía. Ese dato, por sí solo, la hace una historia digna de ser contada. Me pareció fascinante.

Sin embargo, son varios los colombianos que han expresado su indignación. Por ejemplo, Roy Barreras, Embajador de Colombia en Inglaterra, escribió en su cuenta de X: "Hacen narconovelas, hacen narcocine, viven de la cultura traqueta y hacen gran daño a la imagen de Colombia en el exterior".

Es una posición respetable, pero no la comparto en lo más mínimo. Me resulta reduccionista y simple. Es absurdo pensar que no se deben contar las historias más cruentas de este país, las que han determinado el presente que vivimos. No tiene sentido creer que es mejor esconder bajo la alfombra todo el horror que hemos vivido y dedicarnos a relatar solo las maravillas que en Colombia ocurren. Es preciso recordar que los relatos no son excluyentes. Podemos, y debemos, contar lo bueno, lo malo, lo feo y lo horrible.

El narcotráfico lleva décadas siendo parte de la realidad colombiana. Creció de manera exponencial gracias a la asociación de mafiosos con políticos, a las autoridades que fungieron de cómplices y a nuestro endeble sistema de justicia que ha cedido ante el dinero o el miedo. Es una responsabilidad social dejar un registro de lo sucedido. Y no solo en libros, ensayos o artículos académicos. La construcción de memoria se hace también desde lo audiovisual, más aún en un mundo dominado por las pantallas.

En Colombia, apenas estamos empezando a convertir en guiones el drama vivido por el flagelo del narcotráfico. Y tenemos por delante un largo camino, tal y como ha sucedido con otras temáticas de otros países.

Analicemos, por ejemplo, el caso del racismo en Estados Unidos, donde la mirada déspota hacia la población afroamericana es de larga data. En 1963, varios artistas unieron sus voces para acompañar a Martin Luther King en la Gran Marcha realizada en Washington D.C. Aquel 28 de agosto, justo antes de que el líder político pronunciara su memorable discurso "I Have a Dream", habló el famoso cantante, actor y activista Harry Belafonte, quien dijo: "Creemos que los artistas tienen una valiosa función en cualquier sociedad, ya que son ellos quienes revelan la identidad de esa sociedad".

Aquellas palabras resonaron ante una multitud de 250 mil personas que se congregaron alrededor del monumento Lincoln, para protestar contra el racismo y la segregación en Estados Unidos. Un racismo que sigue vigente y, en algunos estados, crece de manera descomunal. ¿Hacen mal los cineastas y creadores de series estadounidenses al seguir exponiendo un tema tan antiguo como persistente? ¿Es cuestionable que se denuncie la violencia policial contra la población afroamericana en ese país? ¿Deberían los cineastas abstenerse de producir material audiovisual sobre racismo y segregación, para evitar el daño que este pueda causar a la imagen de Estados Unidos en el exterior?

La respuesta es sencilla: por supuesto, que deben seguir creando y produciendo películas, series, telenovelas, canciones, conciertos, pinturas, esculturas, videoarte y toda expresión artística, existente o por existir, que señale esa estúpida creencia a través de la cual se soporta la superioridad de un grupo étnico sobre los demás.

Con toda seguridad, habrá diferentes visiones y lenguajes para abordar y cuestionar el racismo. Lo importante es, como decía Belafonte, que los artistas que trabajen sobre el etnocentrismo estarán revelando una postura reprochable y degradante que sigue formando parte de la identidad de la sociedad estadounidense.

Otro ejemplo: la Segunda Guerra Mundial. Este drama humano duró seis años, de 1939 a 1945, y afectó al mundo entero por décadas. Lo más estremecedor, sin duda, es que millones de judíos, así como afrodescendientes, enfermos mentales, homosexuales, gitanos y otras minorías, murieron a manos del Tercer Reich. Han pasado 79 años desde que los aliados vencieron a la Alemania Nazi, y aún hoy, anualmente, se estrena alguna historia relacionada con el Holocausto judío. ¿Deberíamos decirle a los cineastas o creadores de series que se detengan, pues contar el horror que protagonizaron los fascistas afectará negativamente la imagen de todos los alemanes y sus aliados?

¿Por qué se siguen contando historias sobre el Holocausto? Por varias razones: la primera, tal vez la principal, es que gran parte del poder de Hollywood está en manos de los judíos y son ellos quienes deciden qué historias se cuentan. Como bien lo expone el profesor e historiador Neal Gabler en su ensayo crítico Un imperio propio. Cómo los judíos inventaron Hollywood, fueron los judíos que migraron a Estados Unidos tras la guerra quienes fundaron los primeros grandes estudios: Jack y Harry Warner, hermanos fundadores de Warner Brothers; Louis B. Mayer, dueño de la Metro Goldwin Mayer; Adolph Zukor, fundador de Paramount Pictures; Carl Laemmle, cabeza de Universal Pictures.

A través del cine, estos hombres que llegaron como inmigrantes desvalidos se convirtieron en magnates, y adquirieron tácitamente el copyright del concepto holocausto. Decididos a que el mundo no olvide los 6 millones de judíos asesinados, han contado cientos de historias que, además, generan millones en ganancias.

Tengo la certeza de que seguiremos viendo películas, documentales y series sobre la Segunda Guerra Mundial en los años venideros. De hecho, el filme La zona de Interés, del director británico Jonathan Glazer y basada en la novela de Martin Amis, fue la ganadora del Gran Premio del jurado en el 76º Festival de Cannes (2023).

Si después de tantos años de ocurrido el Holocausto siguen apareciendo historias que se remiten a esta tragedia humana, ¿por qué los colombianos debemos abstenernos de contar nuestro propio drama? Un drama en el que hemos sido a la vez verdugos y víctimas. Una realidad que inició hace más de 60 años, crece sin control y marca, día a día, el destino de nuestra nación. ¿Cómo se supone que vamos a optar por no observarlo, profundizar en él, desmenuzarlo, ir a la raíz?

Gracias a que grandes directores y productores del mundo se han atrevido a exponer lo que implica el flagelo del narcotráfico, existen películas como El Padrino, de Coppola, Scarface, del director Brian de Palma y guion de Oliver Stone, o Good Fellas, del enorme Martin Scorsese. Si la industria le hubiera dado la espalda a semejante realidad, no conoceríamos series como Los Soprano, Breaking Bad o Weeds.

Creo que la serie de Netflix, producida y protagonizada por Sofía Vergara, tiene un sinfín de elementos para resaltar, pero que algunos no quieren reconocer:

Andrés Baiz, un colombiano talentosísimo, ha demostrado una vez más que está a la altura de los grandes directores del mundo, y que cuenta con las habilidades necesarias estar a la cabeza de proyectos de gran envergadura.

La dirección de arte es impecable. Armando Salas recreó en Los Ángeles, donde se grabó la serie, la Miami de aquella época de manera espectacular.

En cuanto al diseño de vestuario y caracterización de los personajes, se hizo un trabajo excepcional. Griselda es un viaje en el tiempo.

A través de la trama de esta serie se recalca que el mundo del narcotráfico es lo más parecido al infierno. Un mundo oscuro y denso, en el que la lealtad es débil y el amor no existe. Un sueño de riqueza, nutrido por la codicia, capaz de borrar los límites de lo humano. Griselda no es una oda a los narcos, es una resonancia magnética de lo más indeseable, de todo aquello que no queremos ser ni repetir.  

Esta serie, además, contribuye a la construcción de memoria histórica. Pero no solo de la nuestra, como sociedad colombiana: también registra la de Estados Unidos. Porque no olvidemos que la historia sucede allá, en ese país que ha jugado a hacerle la guerra al narcotráfico en todas partes, menos en su propio territorio.

Griselda Blanco logró construir su imperio en Miami y si durante tantos años nadie pudo detener su obsesión asesina por el poder y el dinero, fue porque, como lo evidencia la serie, son muchos los peones (como los marielitos que conformaban su ejército), y pocos los que se atreven a poner en jaque a la cabeza del negocio, que claramente no era ella.

Y, por último, pero no menos importante, me parece admirable que una colombiana que ha conquistado al mundo entero con esa mezcla implacable de belleza, talento, ingenio y sentido del humor, haya decidido ser la productora y protagonista de una historia como Griselda.

Hace falta valentía para encarnar a una mujer que se abrió paso de manera horrenda en un mundo de hombres aún más horrendos. Hace falta madurez profesional para que una actriz famosa por su talento para la comedia se enfrente por primera vez, a los 51 años, a un papel dramático de semejante calibre. Hace falta seguridad y arrojo para responder a los señalamientos que no han tardado en aparecer. Hace falta ser Sofía Vergara, para atreverse a causar molestia y generar debate.

Griselda es importante porque el flagelo también lo es. Tal vez de tanto verlo y discutirlo, en algún momento entendamos que el problema no es la droga ni quienes la consumen, sino que el negocio sea ilegal, lo cual dispara los precios de una forma tan desorbitante. Si la cocaína estuviera reglamentada, podría conseguirse de manera legal y a precios razonables, como sucede, por ejemplo, con esa droga socialmente aceptada llamada alcohol.

Lo que demuestra Griselda es, justamente, que la ilegalidad persiste porque conviene a unos pocos. Y mientras se matan de lado y lado en la moral guerra contra el narcotráfico, ellos ven el horror desde la proa de un yate.

Enhorabuena, Sofía.

@netflix @sofiavergara